miércoles, 22 de noviembre de 2023

CISMANDO POEMAS



 

Cismar nun verso

de madrugada,

como quen aprende

a non caer da bicicleta.

 

Aparentar poeta

por un intre,

para poder berrar

con boas palabras.


 

Lucía Durán Paredes: “Cartografía dos nomes”


lunes, 18 de julio de 2022

IN MEMORIAM

 


“Tirán era una de las pequeñas parroquias marineras de la península del Morrazo, al otro lado de la ría. En línea recta, poco más de dos millas de agua la separaban del puerto de Vigo. Desde allí había dos modos habituales de llegar a la ciudad: por carretera, atravesando la ría por el puente levantado en el estrecho de Rande; o por mar, en los barcos de línea que conectaban cada media hora el puerto de Vigo con los muelles de cangas y Moaña.”

“Descendieron por una calleja empinada que bajaba entre casas de piedra en dirección al mar. Un letrero anunciaba que aquella cuesta llevaba a una iglesia del siglo XII.



La pequeña iglesia parroquial de Tirán ocupaba el centro de un atrio, una plataforma de suelo enlosado elevada sobre el mar y cerrada por un murete de medio metro de altura. Al frente, en la otra orilla de la ría, la ciudad de Vigo aparecía tendida como un animal dormido al borde del agua. A la izquierda, el atrio de la iglesia lindaba con un cementerio cuyas cruces de piedra se dibujaban contra el cielo azul. A la derecha había una casa baja con la fachada pintada de blanco.

Entre la casita y un huerto con un naranjo cargado de frutos partía, paralela a la línea del mar, un sendero.

--Por ahí—dijo el doctor Andrade.

Le siguieron por el camino en fila de a uno, oyendo las olas que rompían en la playa y el ladrido de un perro pequeño dentro de la casa blanca.




La huerta de la izquierda se transformó a los pocos pasos en hierbas tan altas que por momentos ocultaban el mar. Caldas pensó que, como crecieran un poco más, quienes quisieran pasar por allí deberían abrirse paso a machetazos. Al otro lado, después de la casa blanca había un terreno de labor y, a continuación, la cerca de una finca. Dentro, una casa modesta de una sola planta con las paredes pintadas de azul.

El doctor Andrade empujó una cancela de madera, pintada también de azul, que cabeceó sobre los goznes al abrirse.

--Es ésta—dijo.”

 

Domingo Villar: “El último barco”



sábado, 3 de octubre de 2020

Judíos practicando Inquisición

 



    “Quizá el inicio de la rebelión de Spinoza pueda remontarse a acontecimientos que marcaron el último año de la vida de Uriel da Costa, un pariente de Spinoza por parte de madre, y figura central de la comunidad judía en Ámsterdam durante la adolescencia del joven filósofo.

    El episodio crítico tuvo lugar en 1640, según algunas fuentes, o en 1647, según otras, lo que significa que Spinoza tendría o bien unos ocho años de edad, o unos quince. He aquí los antecedentes.

    Uriel da Costa había nacido bajo el nombre de Gabriel da Costa en Oporto, la ciudad portuguesa de la que procedía la madre de Spinoza. La suya era asimismo una familia de ricos comerciantes sefardíes que externamente se convirtieron al catolicismo. Gabriel se educó como católico y gozó de una vida privilegiada. Era un joven caballero aristocrático que creció con dos pasiones, los caballos y las ideas, y cuyas inclinaciones intelectuales lo llevaron a cursar una carrera en la Universidad de Coimbra, en la que estudió religión y se convirtió en profesor. Sin embargo, a medida que el joven Da Costa aumentaba sus conocimientos en religión, encontró cada vez más fallos en el catolicismo y gradualmente llegó a la conclusión de que la fe judía ancestral de su familia era más verdadera y mucho más preferible. Estas conclusiones tuvieron que haberse mantenido en secreto, pero acaso no lo fueron. Da Costa y su madre, y quizá otros parientes, pasaron de ser conversos (judíos convertidos al cristianismo) a ser marranos (cristianos que practicaban en secreto el judaísmo). Con o sin justificación, Da Costa notó que la larga sombra de la Inquisición se proyectaba sobre él y se convenció de que su familia y él estaban en peligro. Así que los convenció para marcharse a Holanda. Los tres hermanos, su madre y su esposa, sus sirvientes y sus aves enjauladas, los trabajados muebles, la delicada porcelana y la rica ropa blanca que llenaban su señorial residencia de Oporto y la casa veraniega, se embarcaron en un barco en el río Duero, encubiertos por la noche. Y se marcharon, como tantos otros hicieron antes y después, remontando la costa del Atlántico en busca de un puerto holandés o alemán y de una nueva vida.




    Explico este largo preámbulo para poder anunciar que después de establecerse en Ámsterdam, despojarse de su nombre de pila portugués, Gabriel, y adoptar la variante hebrea, Uriel, Da Costa se dedicó al análisis detallado del judaísmo y de algunas cuestiones intelectuales más. Esta vez encontró defectos en las prácticas y enseñanzas judías y puso de manifiesto públicamente sus hallazgos: las prácticas religiosas eran supersticiosas; no era posible que Dios tuviera figura humana; la salvación no podía basarse en el miedo, y así sucesivamente. Todo esto, y más, no sólo lo dijo, sino que lo escribió. La sinagoga respondió con las críticas y admoniciones esperables. A lo largo de las siguientes décadas, Da Costa fue excomulgado, después exonerado, y de nuevo vuelto a excomulgar, y si en algún momento encontró refugio en la comunidad judía de Hamburgo, finalmente fue asimismo expulsado de ella. El asunto Da Costa se había convertido en una cuestión grave para la nación judía, porque sus líderes temían que una herejía flagrante como la de Da Costa desacreditaría a la comunidad, o pero todavía: las autoridades holandesas podrían considerar tomar represalias contra todo el grupo, sobre la base de que el sentimiento antirreligioso judío pudiera propagarse a la población protestante.

    En 1640 (o 1647 a más tardar) la saga Da Costa llegó a su punto culminante. La sinagoga quería una solución a este embarazoso episodio, y lo mismo le ocurría a Da Costa, que entonces mediaba la cincuentena y estaba consumido, tanto física como mentalmente, por esta batalla interminable. Se llegó a un acuerdo. Da costa tendría que ir a la sinagoga y renegar de su herejía de manera que todos pudieran ser testigos de su arrepentimiento. Después sería castigado físicamente para que no se olvidara la grave naturaleza de su crimen. A continuación podría volver a recuperar su posición en la nación judía.



    En su libro Exemplar Vitae Humanae, Da Costa se rebela contra esta prepotencia y no deja ninguna duda de que su aceptación del acuerdo no significaba que sus ideas hubieran cambiado en absoluto. Sin embargo, manifiesta claramente que la continua humillación y el cansancio físico extremo no le han dejado otra salida.

    El día del juicio se hizo ampliamente público y era esperado con ansia: se trataba de un único espectáculo de gran teatro y gran circo. La sinagoga estaba abarrotada de hombres, mujeres y niños sentados y de pie y apenas quedaba espacio para moverse, todos a la espera de que empezara la insólita diversión. El aire era denso por las excitadas exhalaciones y el silencio sólo era roto por el raspar de los zapatos sobre los granos de arena que cubrían los suelos de madera.

    En el momento adecuado se le pidió a da Costa que subiera al estrado central y se le invitó a leer una declaración preparada por los líderes de la congregación. Utilizando sus palabras, confesó sus numerosas transgresiones, la no observancia del Sabbat, la no observancia de la Ley, el intento de evitar que otros se unieran a la fe judía, todo lo cual merecía mil muertes, pero iba a ser perdonado porque prometió, en reparación, no implicarse nunca más en iniquidades y perversidades tan odiosas.

    Una vez terminó la lectura, se le pidió que bajara del estrado y un rabino le susurró al oído que ahora debía dirigirse a un determinado rincón de la sinagoga. Lo hizo. En el rincón, el chamach (encargado de encender los cirios) le pidió que se desvistiera hasta la cintura, se quitara los zapatos y se atara un pañuelo rojo alrededor de la cabeza. Entonces se le hizo abrazar una columna y las manos se le ataron a ella mediante una cuerda. Ahora el silencio era sepulcral. Se acercó el hazan (cantor de la sinagoga), con un látigo de cuero en la mano, y empezó a aplicar treinta y nueve latigazos en la espalda desnuda de Da Costa. A medida que avanzaba el castigo, quizá para seguir el ritmo de los latigazos, la congregación comenzó a cantar un salmo. Da Costa contó los latigazos y admitió que sus torturadores cumplían escrupulosamente la Ley, que especificaba que el número de golpes nunca debía sobrepasar los cuarenta.






    Terminado el castigo, se permitió a Da Costa que se sentara en el suelo y se pusiera de nuevo la ropa. Después un rabino anunció su rehabilitación para que todos lo oyeran. La excomunión fue retirada y la puerta de la sinagoga estaba ahora abierta para él, como la puerta del cielo lo estaría un día. No se nos dice si la noticia se recibió en silencio o con aplauso. Imagino que en silencio.

    Pero el ritual no había terminado todavía. A Da Costa se le pidió que se acercara a la puerta principal y se tendiera en el suelo a lo largo del dintel. El chamach lo ayudó a tenderse y mantuvo su cabeza entre sus manos con solicitud y amabilidad. Después, de uno en uno, hombres, mujeres y niños abandonaron el templo, y cada persona tenía que pasar sobre él para salir. Nadie lo pisó, realmente, nos asegura en sus memorias, sólo pasaron por encima.

    Ahora la sinagoga estaba vacía. El chamach y unos pocos más lo felicitaron efusivamente por un castigo bien recibido y por la llegada de un nuevo día en su vida. Lo ayudaron a levantarse, y le sacudieron el polvo que había caído de tantos zapatos sobre sus andrajosas ropas. Uriel da Costa era otra vez un miembro de alto nivel en la Nueva Jerusalén.

    No está claro cuantos días duró exactamente este arreglo. Da Costa fue llevado a su casa y se dedicó a terminar su manuscrito de Exemplar Vitae Humanae. Las últimas diez páginas tratan de este episodio y de su impotente rebelión contra él. Después de terminar el manuscrito, Da Costa se pegó un tiro. La primera bala erró el blanco, pero la segunda lo mató. Había tenido la última palabra de más de una manera.”

 

Antonio Damasio: “En busca de Spinoza”


miércoles, 10 de junio de 2020

Cómicos




  "La víspera de la fiesta de la Natividad nos habíamos detenido, los que  formábamos la compañía de Quiñones, en un poblacho castellano, esperando dar al día siguiente una función que nos valiese algunas pesetas.

  Entretanto, no sabíamos cómo cenar aquella noche, la Buena tradicionalmente. Los de aquella misérrima agrupación de faranduleros no teníamos nada que pignorar a no ser los cuatro oropeles pingajosos del vestuario artístico. Con ellos nos atrevíamos a todo porque la necesidad envalentona. La dama, Matildita Roso, hacía los papeles de duquesa con un traje de lanilla y una erizada piel de gato, y Quiñones, director, empresario, primer actor de carácter, y todo lo que se tercie, salía de elegante luciendo un gabán de tintadas costuras y cuello de terciopelo, pelado y con un dedo de caspa. Por la Roso —aquí, en confianza absoluta— estaba yo en la troupe, en vez de estudiar Derecho en Valladolid. Quiñones afirmaba que «este monigote» eclipsaría a Fernando Díaz de Mendoza, claro es que con el tiempo; pero tal esperanza era mi única recompensa. No me pagaba Quiñones, como es natural. Bien adivinaba que, para mí, era suficiente la carita de la Roso.
  Afuera malicias y sonrisas equívocas y picarescas. Por la carita, únicamente, aquella carita de elegía y añoranza, de ojos de oscura violeta, andaba yo de zoca en colodra, sin lastre en el estómago y casi sin camisa.






  Ha de saberse que la Roso estaba casada con el que hacía las veces de apuntador, un bizco esmirriado, que la trataba mal; y, caso muy frecuente en las actrices, le guardaba una fidelidad estricta. Tenían un pequeñuelo, y la madre, minada su salud por fatigas y privaciones, no había podido amamantarle. Como un ama de cría significaba un lujo sultaniano, la Roso traía consigo una cabra, de la cual chupaba el crío, formando lindo grupo mitológico.
  Yo me quitaba de la boca, como suele decirse, el sustento, para mantener a Esmeralda —nombre que le había puesto Marcote, el gracioso, admirador de Víctor Hugo—. Daba a la cabrita todo mi pan, y ella me agradecía la atención con un balido afectuoso y la caricia de su lengua áspera y su húmedo hocico sobre mi mano.
  Al llegar al pueblo, nos dirigimos a la posada, con honores de fonda, y en ella nos exigieron algún adelanto, para ofrecernos albergue y cena. Estaban de chascos y de pufos hasta aquí, sí señor. ¿Qué garantía ofrece una comparsa como la nuestra? Ninguna; bien lo podíamos comprender, una señal, cinco duros siquiera, y tendríamos camas mullidas y guisado de carnero y gallo con arroz. De otra suerte, nos podíamos ir con la farándula a otra parte.
  Recorrimos las calles, nos dirigimos al Alcalde, que tuvo buenas palabras, pero no se prestó a responder… No, eso de responder, como comprendíamos nosotros… Todo era como comprendíamos nosotros, que sólo comprendíamos que teníamos gazuza, que nos helábamos y que aquella noche venturosa para el género humano íbamos a pasarla al sereno. 
  Y a mí, lo propio no me preocupaba. Era la demacrada y suave faz de la Roso lo que no podía apartar del pensamiento. Mi ilusión por aquella mujer nacía justamente de un sentimiento de compasión muy honda, extensiva a su hijito. Era piedad, romanticismo sin exigencias concretas, sin más ansia que la de ternura. Capaz me sentía de salir al camino y detener a un trajinero, para que la Roso cenase caliente, siquiera una taza de caldo…
  No teniendo mejor cobijo, nos refugiamos en el Ayuntamiento, en el destartalado local que iba a servir de teatro, bajo pretexto de preparar los detalles de la representación. Y mientras unos buscaban sillas y bancos, sacándolos de las dependencias, y los alineaban, otros deliberaban sobre la situación angustiosa, urgente. Marcote, el gracioso, mozo muy despachado, acababa de concebir una idea sombría, pero salvadora. Enajenar nuestra única propiedad: la cabrita. 





  Para disculpar arbitrio tan cruel, hay que pensar en lo que es hallarse un 24 de diciembre en un pueblo desconocido, sin sustento, sin blanca, viendo al través de los vidrios penetrar esa luz lechosa y lívida que anuncia la nevada inminente. En poco rato Marcote logró, para su proyecto, una aprobación total, aunque vergonzante. El más explícito fue… el propio esposo de Matildita, que se atrevió a perfeccionar el plan, añadiendo que si no hubiese comprador para Esmeralda, podíamos…, podíamos… En la posada se encargarían de lo desagradable, de la operación… Esmeralda estaba como un pavo, y alrededor de sus riñones debía de acolcharse una grasa exquisita. Cenaríamos; al menos, cenaríamos; nos acostaríamos con algo en la panza, dorado a la lumbre y suculento.

  Y cuajaba la idea, cuando, en un rincón del pasillo por donde cruzaba en busca de mobiliario, una sombra se alzó ante mí, y una voz anhelante, angustiosa, me llamó por mi nombre:
—Saturio, Saturio…
  Era la primera vez que la reservada Matildita se tomaba tal confianza conmigo, un vuelco me dio el corazón. Cuando una mujer amada nos llama así, a solas, por el nombre, creeríamos que arranca y absorbe todo nuestro ser, que nos saca de nosotros mismos, y nos envuelve en la espiritualidad de su alma. Sólo contesté:
¡Matilde!
  Se explicó, pero no era necesario. Yo había comprendido, adivinado la súplica, y hasta la indignación temblorosa. Y, ante los ojos de violeta, anegados en llanto la acción, también a mí, me parecía un crimen, imágenes horribles surgían en mi imaginación, y vi a la cabrita bajo el cuchillo, y su blanco pelaje manchado de sangre espesa y caliente, y oí su trémulo balar de agonía, tan semejante al lamento débil de un chiquillo expirante… ¿Cómo no me sublevó desde el primer momento semejante barbaridad? Audazmente, estreché las manos de Matildita, y luego, sin recato, su cuerpo frágil, y sellé sus pupilas con fugitivo halago, y murmuré a su oído con ardor:
—No tengas cuidado, no harán tal. Antes me matarán a mí.
  Corrí… Quiñones me recibió con cólera. Ya la sugestión de glotonería
había prendido y actuaba.
¿Y qué se cena esta noche, guasón? —clamó irritado.
—Si no hay otra cosa, nos le cenamos a usted… A la cabra no se le toca.
  Y salí de la Casa Ayuntamiento, corriendo, como si fuese a alguna parte. Copitos menudos de nieve, con su frío beso, parecían avisarme de que era una locura mi expedición en busca de una cena que no existía. No les hice caso. La cena tenía que existir, puesto que así lo deseaba Matilde.
  Al otro extremo de la plaza alzábase el Casino. Me atrajeron sus ventanas iluminadas, su puerta franca, y el ver que dos o tres pueblerinos, envueltos en mantas y tapabocas, se dirigían hacia él. Les seguí, y subí una escalera sucia, y entré en un salón en que el humo del cigarro formaba densa nube que apenas consentía ver las caras de los concurrentes. El chasquido de las fichas de dominó me despertó una percepción singular. Soy maestro en ese juego inocente y soso. Para arriesgar en la timba que adivinaba unas monedas, me faltaba tenerlas: lo esencial. En el dominó no se paga sino al hacer cuentas.
  ¿Y si perdía? ¡Bah!
—Propuse una partidita a un sujeto bien portado, con trazas adineradas, y aceptó.   Aquello fue coser y cantar. En una hora gané diez o doce pesetas. No me bastaban. Me pedían más unos ojos dolorosos, implorantes, del color de los lirios…, y pasé a la sala del crimen. Me vacilaban las piernas. ¡El todo por el todo! No crean ustedes: en el poblacho, de cuyo nombre, al revés que Cervantes, diré que no quiero olvidarme nunca, había sus puntos fuertes, y se arriesgaba algo, una suerte inaudita me llevaba como de la mano, me señalaba la carta que me convenía más, hasta tal punto que un instinto de prudencia me aconsejó retirarme, no sólo porque pudiera volverse la suerte, sino porque creía notar recelo y hostilidad en los puntos. ¡Demontre de forastero! Para que le viniesen así, ¿tendría alguna habilidad, alguna treta…?
  Salí del Casino palpando, en el bolsillo, billetes, y bastantes duros. Corrí a la posada. Ante un papiro la mesonera se decidió, y encargué la cena, el gallo con arroz, las sopas de ajo con huevos, las magras, la ensalada de coliflor, el buen café, el anisado, la manzanilla. ¡Lo que se llama cenar! Y la cena nos produjo tal plétora de contento, que bailamos y cantamos villancicos, hasta las tres de la madrugada, como locos, y al nene de Matildita le paseamos en triunfo, olvidándonos de que, horas antes, a poco le dejamos sin nodriza.
  Hambre, amor, aguijones continuos de la vida, ¡cómo pincháis!"


Emilia Pardo Bazán: " La Conquista de la Cena"



lunes, 18 de marzo de 2019

Ceramista en Tirán



“La calle le recibió con frío y las farolas encendidas. El inspector bajó caminando con las manos en los bolsillos hasta el paseo de Alfonso XII y, a la altura de la estatua de la ninfa y el dragón, se apoyó en la barandilla para contemplar el mar sobre el antiguo barrio de pescadores. Un transatlántico iluminado en mitad de la ría avanzaba hacia el puerto con su cargamento de turistas. Sin embargo, Caldas miraba más allá, a la orilla de enfrente, al litoral de Tirán, cuyo perfil comenzaba a insinuarse en el amanecer.”




“En el muelle habilitado para los transbordadores que cruzaban la ría no estaba el Pirata de Ons. Caldas lo distinguió cerca de la orilla opuesta, que parecía más próxima desde allí. Siguió la línea de costa hacia el oeste y localizó la iglesia de San Xoán. Los árboles ocultaban la casa azul de Mónica Andrade y el resto de las del sendero. Vio los muros del camping sobre el arenal de A Videira y a la izquierda, como suspendidas sobre la playa, las casas del Lazareto.”


Domingo Villar: “El Último Barco”.



martes, 25 de diciembre de 2018

Cuatro solcialistas




“Por extraordinario, estaba la mar como una balsa de aceite. Las olas, de un verde vítreo alrededor de la embarcación, eran, a lo lejos, bajo los rayos del sol, una sábana azul, tersa y sin límites. La hélice del vaporcillo batía el agua con rapidez, alzando, entre olores de salitre, espuma bullente y rumorosa.
De los pasajeros que se habían embarcado en Cádiz con rumbo a las africanas costas, cuatro, agrupados en la popa, conversaban. No se ha visto cosa más heterogénea que las cataduras de los cuatro. Uno era membrudo y rechoncho, y a pesar de vestir la holgada blusa del obrero, a tiro de ballesta se le conocía ser de aquellos del brazo de hierro y de la mano airada, y que había de caerle bien a su tipo majo el marsellés y el zapato vaquerizo. Gastaba aborrascadas patillas negras, y chupaba un puro grueso y apestoso. El otro, caballero por su ropa, y por sus trazas, era alto y descolorido, de cara inteligente y seria; sus ojos miopes, fatigados, de rojizo y lacio párpado, los amparaban lentes de oro. El tercero era un viejecito, tan viejecito, que le temblaba la barba al hablar, y la falta de diente le sumía la boca debajo de la nariz; y si no mentía el burdo sayalote negruzco, el manto de la misma tela y color, con cruz roja, el cordón de triple nudo y las sandalias, pertenecía a alguno de los numerosos colegios de Misioneros Franciscanos establecidos en el litoral de África. El cuarto…, es decir, la cuarta, llevaba el desarirado hábito de las Hermanitas de los Pobres; era joven, coloradilla, de cara inocentona y alegre, parecida a la de ciertas efigies de palo que se ven en los templos de aldea. El obrero estaba sentado sobre un fardo, con las piernas muy esparrancadas; los demás, de pie, reclinados en la borda.




—Pues na, que el hombre se cansa de vivir a la sombra y aguantando mal quereres —gruñía el de la blusa, ceceando y escupiendo de costado—. O ha de ser un borreguiyo que diga amén a cuanto se le antoje al patrón, y se deje chupar la sangre toda, o ya sa fastidiao. Y aluego le cuelgan a usté el sambenito; que levanta usté de cascos a los demás, y que donde está usté se armó la gresca. Porque me vieron en un mitin, ya too Dios que se desmandaba tenía yo la culpa. Porque un día cae una pelotera cerilla…, un descuido…, en el almacén, y se alsa una llamará que se quería tragar la fábrica…, ¿quién había de ser? Curro, y aposta. Yasté ve que… fumando.
—Pues mucho cuidadito —respondió el de los lentes— con que en el gran establecimiento agrícola industrial en que le daré a usted trabajo caiga cerilla ninguna… ¿eh? Porque yo tengo tan malas pulgas como los patronos.
—Y es la fija; toos los burgueses, idénticos —declaró el obrero con voz opaca y sombrío mirar.
—No soy burgúes —repuso con imperceptible desdén el aludido—. Mi padre hacía zapatos en Écija. A fuerza de privaciones me dio carrera. Seguí la de ingeniero mecánico. No poseo un céntimo de capital; sólo tengo mi cabeza y mi corazón. Paso al África a dirigir en parte una empresa que se funda con dinero inglés y brazos españoles, a competencia con las industrias francesas, que son allí las boyantes. Estaré al frente de los talleres. Se me ha dado carta blanca, y podré aplicar las nuevas y humanitarias ideas sociológicas relativas a la vida fabril. Bajo mi dirección no habrá explotados. Se amparará a la mujer y al niño. Se ensayará la cooperación. Moralidad, equidad, justicia. Si no, dejo el puesto. Pero… ¡al que me revuelva el cotarro…, sin escrúpulo ninguno, y como a un lobo rabioso…, le salto la tapa de los sesos! Usted verá si le trae cuenta entrar en mis talleres.




Habíase puesto en pie el obrero, y en sus morenas facciones y por su frente de bronce, expuesta al sol, corrían como olas encrespadas arrugas profundas, surcos de odio. Su mano se crispó en la cintura, señalando bajo la blusa el relieve de la ancha navaja cabritera. Mas de pronto, y sin transición, con la movilidad del meridional, adoptó expresión halagüeña, melosa, casi humilde y dirigiéndose al franciscano y a la hermanita más que al de los lentes, exclamó:
—¡Pues no que no entraría! Clavos timoneros soy capaz de arrancar con los dientes pa enviar algo de parné a la mujer y a los chiquititiyos. El corazón traigo como una lenteja, de que se me queden allá hambreando, después de tantas crujidas y tantas necesidades como aguantaron ya en este pinturero mundo. En especial la gurruminiya de once meses me la llevaría yo, si pudiera, en los hombros, como San Cristóbal, y le daría yo tortas de almíbar amasás con mi sangre. ¡Por éstas!
Y al besar la cruz de los dedos, una lágrima asomó repentinamente a los lagrimales del anarquista incendiario.
—¡Válganos la Virgen Santísima, qué desgracias hay en la tierra! —exclamó la hermanita con simpatía profunda.
—Eso está muy bien —pronunció con calma el ingeniero—. Quiera usted mucho a sus chicos, y trabaje para ellos, y no se ladee, y le irá mejor. De los atentados y los crímenes no nace la justicia social. ¿A que el padre está conforme? —añadió, dirigiéndose al franciscano.
—Entiendo poco de estas novedades de ahora —contestó el fraile afablemente, en su voz cascada y lenta—. Yo, con decir misa, confesar y obedecer… Lo único que sé es que nosotros, desde hace quinientos años, vivimos bajo el sistema de la comunidad de bienes. Por nosotros, aunque todo se repartiera… Ya ve usted: no podemos poseer ni el valor de un céntimo; no somos propietarios ni aun del sayal que nos cubre. Si usted me pregunta sobre eso, de que tanto se habla del socialismo…, un pobrecito fraile como yo, lo único que opina es que los ricos, por su propia conveniencia y para ganar el cielo, deben ablandarse de entrañas y dar mucha limosna…, y los pobres ser resignados y laboriosos, porque dice el Evangelio que pobres siempre los habrá en el mundo, siempre…





—Bonito conzuelo e tripaz —gruñó el anarquista.
—¿Qué hizo nuestro santo patriarca? —prosiguió el viejecito con una llama de entusiasmo en las pupilas—. Dio cuanto tenía a los pobres… No quiso propiedad, no quiso dinero, porque la codicia es la que estraga el corazón… Nos descalzó, nos mandó pedir limosna… Quiso que todos fuésemos iguales, sin vanidades ni distinciones ni soberbias tontas, que se han de acabar en el sepulcro… ¿Hablan de nivelación social? Me parece que para nivelados… Que lo diga aquí la hermanita; es cosa muy buena el ser libre y pobre; el dar de puntapiés, así, como la sandalia, al mundo y a las riquezas malditas.
—¡Ay padre! —respondió la simplona—. Ya que pregunta a servidora… si no me regaña…, le diré mi parecer. No soy como usted. Soy muy codiciosa. ¡Vaya si me gustaría que se repartiesen tantos millones como andan por ahí mal empleados! Cogería servidora un par de cientos de milloncitos… y ¡anda con ella!
—¡Hermana Belén! —advirtió severamente el fraile.
—¡Pero, padre Salvador!, usted es un santo, y como un santo, ni ve, ni oye, ni entiende. ¿Ha estado en Madrid, en alguno de esos palacios tan atroces? Servidora, sí…, que me llevó la mujer del cochero a ver las cuadras de aquel grandísimo que está junto a Recoletos…, antes de la Castellana. ¡Padre del alma! Hasta espejos y fuentes, y pilas de mármol blanco, y alfombras tenían los caballos allí. ¡Y nuestros ancianitos sin mantas con que abrigarse en el invierno, arrecidos, tiritando! ¡Y los niños, ángeles míos, traspillados de miseria! No me llame tonta…; yo sé lo que me digo… Había un perrito de la señora marquesa, que me lo trajeron en un cesto acolchado de raso, y era un bicho horrible…, con unos pelos…, una rata me pareció, tanto, que servidora pegó un chillido, así: «¡Huy!». Pues el perro había costado allá en Inglaterra cinco mil pesetas… ¿Usted lo oye, padre? Cinco mil… Con cinco mil pesetas se echan los cimientos del asilo para los ancianos… ¡Y al avechucho aquél me lo lavaban con jabón y agua de olor todos los días!… ¡Que si quiero reparto!
La carita de madera se había transfigurado; una ráfaga de pasión hacía brillar los ojos, fruncirse las cejas, palidecer las mejillas y dilatarse la nariz redonda.
—Si no fuera tan sencilla como es, hermana Belén, ahora merecería una peluca gorda —contestó el fraile—. Baje, baje a la cámara a ver cómo sigue del mareo la compañera.
La monjita obedeció, cruzando las manos, y echó a andar, sonándole las cuentas del rosario cuando bajaba la escalera. El vapor volaba, como si le animase la proximidad de la costa.
A lo lejos se divisaba ya el faro de Tánger.”


Emilia Pardo Bazán: “Cuentos completos”

lunes, 29 de octubre de 2018

Misioneros



“—Algunas veces la señora Davidson y yo nos mirábamos, y las lágrimas nos corrían por el rostro.
Trabajábamos sin cesar, día y noche, y no parecíamos avanzar nada. No sé qué habría hecho sin ella entonces. Cuando sentía mi corazón oprimido, cuando estaba casi desesperado, ella me daba valor y esperanzas.
La señora Davidson miró su labor, y un ligero rubor apareció en sus mejillas. Sus manos temblaban un poco. No parecía sentirse capaz de hablar.
—No teníamos a nadie que nos ayudara. Estábamos solos, a miles de millas de personas de nuestra raza, rodeados por las tinieblas.
Cuando me sentía roto y cansado, ella dejaba a un lado su labor, tomaba la Biblia y me leía hasta que volvía la paz y se cernía sobre mí como el sueño sobre los párpados de un niño, y cuando por fin cerraba el libro, me decía: «Los salvaremos a pesar de sí mismos». Y yo me sentía otra vez fuerte en el Señor, y contestaba: «Sí, con la ayuda de Dios, los salvaré. Debo salvarlos». Se acercó a la mesa y permaneció inmóvil frente a ella, como si fuera un púlpito.






—Ve usted, eran tan depravados por naturaleza, que no podían comprender su maldad. Tuvimos que censurar todo lo que ellos pensaban que eran actos naturales. Tuvimos que convertir en pecado no sólo cometer adulterio, mentir y robar, sino también exponer sus cuerpos, bailar y no venir a la iglesia.
Convertí en pecado el que una muchacha mostrara su pecho y que un hombre no llevara pantalones.
—¿Cómo? —preguntó el doctor Macphail, sorprendido.
—Instituí multas. Es evidente que la única forma de hacer comprender a la gente lo pecaminoso de un acto es castigándola si lo cometen. Los multé si no venían a la iglesia, si bailaban y si no se vestían con decencia. Fijé una tarifa, y todo pecado tenía que pagarse, ya fuera en dinero o en trabajo. Por fin les hice comprender.
—Pero ¿nunca rehusaron pagar?
—¿Cómo habrían podido negarse? —preguntó el misionero.
—Tendría que ser un hombre muy valiente el que se atreviera a hacer frente al señor Davidson —dijo su esposa, apretando los labios.
El doctor Macphail miró a Davidson con ojos turbados. Lo que oyó le dejó confundido, aunque no se atrevió a manifestar su desaprobación.






—Usted debe recordar que, como último recurso, yo podía expulsarlos de la hermandad de la Iglesia.
—¿Les importaba mucho eso? Davidson sonrió, frotándose las manos suavemente.
—No podrían vender su copra.
Cuando los hombres salían de pesca, no obtenían su parte. Era algo parecido a morirse de hambre. Sí, les importaba bastante.
—Cuéntele el caso de Fred Ohlson —dijo la señora Davidson.
—Fred Ohlson era un comerciante danés que había estado en esas islas durante muchos años.
Era un hombre muy rico, para ser comerciante, y no se sintió muy satisfecho cuando llegué. Ve usted, hasta entonces había hecho su voluntad en todo. Les pagaba su copra a los nativos cuando quería, y les pagaba en provisiones y whisky. Tenía una esposa nativa, pero le era completamente infiel.
Era un borracho. Le ofrecí una oportunidad de enmendarse, pero no la aceptó.
Se rió de mí.
Davidson pronunció esas últimas palabras con profunda voz de bajo, y permaneció callado unos instantes. El silencio parecía lleno de amenazas.
—En dos años, era un hombre arruinado. Perdió todo lo que había ganado en un cuarto de siglo.
Lo arruiné, y por fin se vio obligado a dirigirse a mi como un mendigo, rogándome que le consiguiera un pasaje a Sydney.
—Me habría gustado que usted hubiera podido verle cuando vino a ver al señor Davidson —dijo la esposa del misionero—. Había sido un hombre robusto y fuerte, muy gordo y con una voz potente; pero ahora parecía reducido a la mitad de su tamaño y temblaba entero.
Repentinamente se había convertido en un anciano.”

William Somerset Maugham: "Los mejores relatos cortos".