sábado, 3 de octubre de 2020

Judíos practicando Inquisición

 



    “Quizá el inicio de la rebelión de Spinoza pueda remontarse a acontecimientos que marcaron el último año de la vida de Uriel da Costa, un pariente de Spinoza por parte de madre, y figura central de la comunidad judía en Ámsterdam durante la adolescencia del joven filósofo.

    El episodio crítico tuvo lugar en 1640, según algunas fuentes, o en 1647, según otras, lo que significa que Spinoza tendría o bien unos ocho años de edad, o unos quince. He aquí los antecedentes.

    Uriel da Costa había nacido bajo el nombre de Gabriel da Costa en Oporto, la ciudad portuguesa de la que procedía la madre de Spinoza. La suya era asimismo una familia de ricos comerciantes sefardíes que externamente se convirtieron al catolicismo. Gabriel se educó como católico y gozó de una vida privilegiada. Era un joven caballero aristocrático que creció con dos pasiones, los caballos y las ideas, y cuyas inclinaciones intelectuales lo llevaron a cursar una carrera en la Universidad de Coimbra, en la que estudió religión y se convirtió en profesor. Sin embargo, a medida que el joven Da Costa aumentaba sus conocimientos en religión, encontró cada vez más fallos en el catolicismo y gradualmente llegó a la conclusión de que la fe judía ancestral de su familia era más verdadera y mucho más preferible. Estas conclusiones tuvieron que haberse mantenido en secreto, pero acaso no lo fueron. Da Costa y su madre, y quizá otros parientes, pasaron de ser conversos (judíos convertidos al cristianismo) a ser marranos (cristianos que practicaban en secreto el judaísmo). Con o sin justificación, Da Costa notó que la larga sombra de la Inquisición se proyectaba sobre él y se convenció de que su familia y él estaban en peligro. Así que los convenció para marcharse a Holanda. Los tres hermanos, su madre y su esposa, sus sirvientes y sus aves enjauladas, los trabajados muebles, la delicada porcelana y la rica ropa blanca que llenaban su señorial residencia de Oporto y la casa veraniega, se embarcaron en un barco en el río Duero, encubiertos por la noche. Y se marcharon, como tantos otros hicieron antes y después, remontando la costa del Atlántico en busca de un puerto holandés o alemán y de una nueva vida.




    Explico este largo preámbulo para poder anunciar que después de establecerse en Ámsterdam, despojarse de su nombre de pila portugués, Gabriel, y adoptar la variante hebrea, Uriel, Da Costa se dedicó al análisis detallado del judaísmo y de algunas cuestiones intelectuales más. Esta vez encontró defectos en las prácticas y enseñanzas judías y puso de manifiesto públicamente sus hallazgos: las prácticas religiosas eran supersticiosas; no era posible que Dios tuviera figura humana; la salvación no podía basarse en el miedo, y así sucesivamente. Todo esto, y más, no sólo lo dijo, sino que lo escribió. La sinagoga respondió con las críticas y admoniciones esperables. A lo largo de las siguientes décadas, Da Costa fue excomulgado, después exonerado, y de nuevo vuelto a excomulgar, y si en algún momento encontró refugio en la comunidad judía de Hamburgo, finalmente fue asimismo expulsado de ella. El asunto Da Costa se había convertido en una cuestión grave para la nación judía, porque sus líderes temían que una herejía flagrante como la de Da Costa desacreditaría a la comunidad, o pero todavía: las autoridades holandesas podrían considerar tomar represalias contra todo el grupo, sobre la base de que el sentimiento antirreligioso judío pudiera propagarse a la población protestante.

    En 1640 (o 1647 a más tardar) la saga Da Costa llegó a su punto culminante. La sinagoga quería una solución a este embarazoso episodio, y lo mismo le ocurría a Da Costa, que entonces mediaba la cincuentena y estaba consumido, tanto física como mentalmente, por esta batalla interminable. Se llegó a un acuerdo. Da costa tendría que ir a la sinagoga y renegar de su herejía de manera que todos pudieran ser testigos de su arrepentimiento. Después sería castigado físicamente para que no se olvidara la grave naturaleza de su crimen. A continuación podría volver a recuperar su posición en la nación judía.



    En su libro Exemplar Vitae Humanae, Da Costa se rebela contra esta prepotencia y no deja ninguna duda de que su aceptación del acuerdo no significaba que sus ideas hubieran cambiado en absoluto. Sin embargo, manifiesta claramente que la continua humillación y el cansancio físico extremo no le han dejado otra salida.

    El día del juicio se hizo ampliamente público y era esperado con ansia: se trataba de un único espectáculo de gran teatro y gran circo. La sinagoga estaba abarrotada de hombres, mujeres y niños sentados y de pie y apenas quedaba espacio para moverse, todos a la espera de que empezara la insólita diversión. El aire era denso por las excitadas exhalaciones y el silencio sólo era roto por el raspar de los zapatos sobre los granos de arena que cubrían los suelos de madera.

    En el momento adecuado se le pidió a da Costa que subiera al estrado central y se le invitó a leer una declaración preparada por los líderes de la congregación. Utilizando sus palabras, confesó sus numerosas transgresiones, la no observancia del Sabbat, la no observancia de la Ley, el intento de evitar que otros se unieran a la fe judía, todo lo cual merecía mil muertes, pero iba a ser perdonado porque prometió, en reparación, no implicarse nunca más en iniquidades y perversidades tan odiosas.

    Una vez terminó la lectura, se le pidió que bajara del estrado y un rabino le susurró al oído que ahora debía dirigirse a un determinado rincón de la sinagoga. Lo hizo. En el rincón, el chamach (encargado de encender los cirios) le pidió que se desvistiera hasta la cintura, se quitara los zapatos y se atara un pañuelo rojo alrededor de la cabeza. Entonces se le hizo abrazar una columna y las manos se le ataron a ella mediante una cuerda. Ahora el silencio era sepulcral. Se acercó el hazan (cantor de la sinagoga), con un látigo de cuero en la mano, y empezó a aplicar treinta y nueve latigazos en la espalda desnuda de Da Costa. A medida que avanzaba el castigo, quizá para seguir el ritmo de los latigazos, la congregación comenzó a cantar un salmo. Da Costa contó los latigazos y admitió que sus torturadores cumplían escrupulosamente la Ley, que especificaba que el número de golpes nunca debía sobrepasar los cuarenta.






    Terminado el castigo, se permitió a Da Costa que se sentara en el suelo y se pusiera de nuevo la ropa. Después un rabino anunció su rehabilitación para que todos lo oyeran. La excomunión fue retirada y la puerta de la sinagoga estaba ahora abierta para él, como la puerta del cielo lo estaría un día. No se nos dice si la noticia se recibió en silencio o con aplauso. Imagino que en silencio.

    Pero el ritual no había terminado todavía. A Da Costa se le pidió que se acercara a la puerta principal y se tendiera en el suelo a lo largo del dintel. El chamach lo ayudó a tenderse y mantuvo su cabeza entre sus manos con solicitud y amabilidad. Después, de uno en uno, hombres, mujeres y niños abandonaron el templo, y cada persona tenía que pasar sobre él para salir. Nadie lo pisó, realmente, nos asegura en sus memorias, sólo pasaron por encima.

    Ahora la sinagoga estaba vacía. El chamach y unos pocos más lo felicitaron efusivamente por un castigo bien recibido y por la llegada de un nuevo día en su vida. Lo ayudaron a levantarse, y le sacudieron el polvo que había caído de tantos zapatos sobre sus andrajosas ropas. Uriel da Costa era otra vez un miembro de alto nivel en la Nueva Jerusalén.

    No está claro cuantos días duró exactamente este arreglo. Da Costa fue llevado a su casa y se dedicó a terminar su manuscrito de Exemplar Vitae Humanae. Las últimas diez páginas tratan de este episodio y de su impotente rebelión contra él. Después de terminar el manuscrito, Da Costa se pegó un tiro. La primera bala erró el blanco, pero la segunda lo mató. Había tenido la última palabra de más de una manera.”

 

Antonio Damasio: “En busca de Spinoza”


No hay comentarios: