lunes, 29 de octubre de 2018

Misioneros



“—Algunas veces la señora Davidson y yo nos mirábamos, y las lágrimas nos corrían por el rostro.
Trabajábamos sin cesar, día y noche, y no parecíamos avanzar nada. No sé qué habría hecho sin ella entonces. Cuando sentía mi corazón oprimido, cuando estaba casi desesperado, ella me daba valor y esperanzas.
La señora Davidson miró su labor, y un ligero rubor apareció en sus mejillas. Sus manos temblaban un poco. No parecía sentirse capaz de hablar.
—No teníamos a nadie que nos ayudara. Estábamos solos, a miles de millas de personas de nuestra raza, rodeados por las tinieblas.
Cuando me sentía roto y cansado, ella dejaba a un lado su labor, tomaba la Biblia y me leía hasta que volvía la paz y se cernía sobre mí como el sueño sobre los párpados de un niño, y cuando por fin cerraba el libro, me decía: «Los salvaremos a pesar de sí mismos». Y yo me sentía otra vez fuerte en el Señor, y contestaba: «Sí, con la ayuda de Dios, los salvaré. Debo salvarlos». Se acercó a la mesa y permaneció inmóvil frente a ella, como si fuera un púlpito.






—Ve usted, eran tan depravados por naturaleza, que no podían comprender su maldad. Tuvimos que censurar todo lo que ellos pensaban que eran actos naturales. Tuvimos que convertir en pecado no sólo cometer adulterio, mentir y robar, sino también exponer sus cuerpos, bailar y no venir a la iglesia.
Convertí en pecado el que una muchacha mostrara su pecho y que un hombre no llevara pantalones.
—¿Cómo? —preguntó el doctor Macphail, sorprendido.
—Instituí multas. Es evidente que la única forma de hacer comprender a la gente lo pecaminoso de un acto es castigándola si lo cometen. Los multé si no venían a la iglesia, si bailaban y si no se vestían con decencia. Fijé una tarifa, y todo pecado tenía que pagarse, ya fuera en dinero o en trabajo. Por fin les hice comprender.
—Pero ¿nunca rehusaron pagar?
—¿Cómo habrían podido negarse? —preguntó el misionero.
—Tendría que ser un hombre muy valiente el que se atreviera a hacer frente al señor Davidson —dijo su esposa, apretando los labios.
El doctor Macphail miró a Davidson con ojos turbados. Lo que oyó le dejó confundido, aunque no se atrevió a manifestar su desaprobación.






—Usted debe recordar que, como último recurso, yo podía expulsarlos de la hermandad de la Iglesia.
—¿Les importaba mucho eso? Davidson sonrió, frotándose las manos suavemente.
—No podrían vender su copra.
Cuando los hombres salían de pesca, no obtenían su parte. Era algo parecido a morirse de hambre. Sí, les importaba bastante.
—Cuéntele el caso de Fred Ohlson —dijo la señora Davidson.
—Fred Ohlson era un comerciante danés que había estado en esas islas durante muchos años.
Era un hombre muy rico, para ser comerciante, y no se sintió muy satisfecho cuando llegué. Ve usted, hasta entonces había hecho su voluntad en todo. Les pagaba su copra a los nativos cuando quería, y les pagaba en provisiones y whisky. Tenía una esposa nativa, pero le era completamente infiel.
Era un borracho. Le ofrecí una oportunidad de enmendarse, pero no la aceptó.
Se rió de mí.
Davidson pronunció esas últimas palabras con profunda voz de bajo, y permaneció callado unos instantes. El silencio parecía lleno de amenazas.
—En dos años, era un hombre arruinado. Perdió todo lo que había ganado en un cuarto de siglo.
Lo arruiné, y por fin se vio obligado a dirigirse a mi como un mendigo, rogándome que le consiguiera un pasaje a Sydney.
—Me habría gustado que usted hubiera podido verle cuando vino a ver al señor Davidson —dijo la esposa del misionero—. Había sido un hombre robusto y fuerte, muy gordo y con una voz potente; pero ahora parecía reducido a la mitad de su tamaño y temblaba entero.
Repentinamente se había convertido en un anciano.”

William Somerset Maugham: "Los mejores relatos cortos".

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