"La
víspera de la fiesta de la Natividad nos habíamos detenido, los que formábamos la compañía de Quiñones, en un poblacho
castellano, esperando dar al día siguiente una función que nos
valiese algunas pesetas.
Entretanto, no sabíamos cómo cenar aquella noche, la
Buena tradicionalmente. Los de
aquella misérrima agrupación de faranduleros no teníamos nada que pignorar a no ser los cuatro oropeles pingajosos del
vestuario artístico. Con ellos nos atrevíamos a
todo porque la necesidad envalentona. La dama, Matildita
Roso, hacía los papeles de duquesa con un traje de lanilla y una erizada piel
de gato, y Quiñones, director, empresario, primer actor de carácter, y todo lo que se tercie, salía de elegante
luciendo un gabán de tintadas costuras y cuello
de terciopelo, pelado y con un dedo de caspa. Por la Roso —aquí, en confianza absoluta— estaba yo en la troupe, en vez de estudiar Derecho
en Valladolid. Quiñones afirmaba que «este monigote» eclipsaría a Fernando Díaz
de Mendoza, claro es que con el tiempo; pero tal esperanza era mi única recompensa. No me pagaba Quiñones,
como es natural. Bien adivinaba que, para mí,
era suficiente la carita de la Roso.
Afuera malicias y sonrisas equívocas y picarescas. Por
la carita, únicamente, aquella carita de elegía y añoranza, de
ojos de oscura violeta, andaba yo de zoca en colodra, sin lastre en el estómago
y casi sin camisa.
Ha de saberse que la Roso estaba casada con el
que hacía las veces de apuntador, un bizco esmirriado,
que la trataba mal; y, caso muy frecuente en las actrices, le guardaba una
fidelidad estricta. Tenían un pequeñuelo, y la madre, minada su salud por fatigas y privaciones, no había podido
amamantarle. Como un ama de cría significaba un
lujo sultaniano, la Roso traía consigo una cabra, de la cual chupaba el crío, formando lindo grupo mitológico.
Yo me quitaba de la boca, como suele decirse, el
sustento, para mantener a Esmeralda —nombre que
le había puesto Marcote, el gracioso, admirador de
Víctor Hugo—. Daba a la cabrita todo mi pan, y ella me agradecía la atención con un balido afectuoso y la caricia de su lengua
áspera y su húmedo hocico sobre mi mano.
Al llegar al pueblo, nos dirigimos a la posada, con
honores de fonda, y en ella nos exigieron algún adelanto, para
ofrecernos albergue y cena. Estaban de chascos y de pufos hasta aquí, sí señor.
¿Qué garantía ofrece una comparsa como la nuestra? Ninguna; bien lo podíamos
comprender, una señal, cinco duros siquiera, y tendríamos camas mullidas y
guisado de carnero y gallo con arroz. De otra suerte, nos podíamos ir con la
farándula a otra parte.
Recorrimos las calles, nos dirigimos al Alcalde, que tuvo buenas palabras, pero
no se prestó a responder… No, eso de responder, como comprendíamos nosotros…
Todo era como comprendíamos nosotros, que sólo comprendíamos que teníamos
gazuza, que nos helábamos y que aquella noche venturosa para el género humano
íbamos a pasarla al sereno.
Y a mí, lo propio no me preocupaba. Era la
demacrada y suave faz de la Roso lo que no podía apartar del pensamiento. Mi
ilusión por aquella mujer nacía justamente de un sentimiento de compasión muy
honda, extensiva a su hijito. Era piedad, romanticismo sin exigencias concretas, sin más ansia que la de ternura. Capaz me
sentía de salir al camino y detener a un trajinero, para que la Roso cenase caliente,
siquiera una taza de caldo…
No teniendo mejor cobijo, nos refugiamos en el Ayuntamiento, en el destartalado local que iba a servir de teatro, bajo pretexto de preparar los detalles
de la representación. Y mientras unos buscaban sillas y bancos, sacándolos de
las dependencias, y los alineaban, otros deliberaban sobre la situación
angustiosa, urgente. Marcote, el gracioso, mozo muy despachado, acababa de
concebir una idea sombría, pero salvadora. Enajenar nuestra única propiedad: la
cabrita.
Para disculpar arbitrio tan cruel, hay que pensar en lo que es hallarse un 24 de diciembre en un pueblo desconocido, sin sustento, sin
blanca, viendo al través de los vidrios penetrar esa luz lechosa y lívida que
anuncia la nevada inminente. En poco rato Marcote logró, para su proyecto, una
aprobación total, aunque vergonzante. El más explícito fue… el propio esposo de
Matildita, que se atrevió a perfeccionar el plan, añadiendo que si no hubiese
comprador para Esmeralda, podíamos…, podíamos… En la posada se encargarían de lo desagradable, de la operación… Esmeralda estaba como un pavo, y
alrededor de sus riñones debía de acolcharse una grasa exquisita. Cenaríamos;
al menos, cenaríamos; nos acostaríamos con algo en la panza, dorado a la lumbre
y suculento.
Y cuajaba la idea, cuando, en un rincón del pasillo por donde cruzaba en busca
de mobiliario, una sombra se alzó ante mí, y una voz anhelante, angustiosa, me
llamó por mi nombre:
—Saturio, Saturio…
Era la primera vez que la reservada Matildita se tomaba tal confianza conmigo, un vuelco me dio el corazón. Cuando una mujer amada nos llama así, a
solas, por el nombre, creeríamos que arranca y absorbe todo nuestro ser, que
nos saca de nosotros mismos, y nos envuelve en la espiritualidad de su alma. Sólo
contesté:
— ¡Matilde!
Se explicó, pero no era necesario. Yo había comprendido, adivinado la súplica, y hasta la indignación temblorosa. Y, ante los ojos de violeta, anegados en llanto la acción, también a mí, me parecía un crimen, imágenes horribles
surgían en mi imaginación, y vi a la cabrita bajo el cuchillo, y su blanco
pelaje manchado de sangre espesa y caliente, y oí su trémulo balar de agonía,
tan semejante al lamento débil de un chiquillo expirante… ¿Cómo no me sublevó
desde el primer momento semejante barbaridad? Audazmente, estreché las manos de
Matildita, y luego, sin recato, su cuerpo frágil, y sellé sus pupilas con
fugitivo halago, y murmuré a su oído con ardor:
—No tengas cuidado, no harán tal. Antes me matarán a mí.
Corrí… Quiñones me recibió con cólera. Ya la sugestión de glotonería
había prendido y actuaba.
— ¿Y
qué se cena esta noche, guasón? —clamó irritado.
—Si no hay otra cosa, nos le cenamos a usted… A la cabra no se le toca.
Y salí de la Casa Ayuntamiento, corriendo, como si fuese a alguna parte. Copitos
menudos de nieve, con su frío beso, parecían avisarme de que era una locura mi
expedición en busca de una cena que no existía. No les hice caso. La cena tenía
que existir, puesto que así lo deseaba Matilde.
Al otro extremo de la plaza alzábase el Casino. Me atrajeron sus ventanas iluminadas,
su puerta franca, y el ver que dos o tres pueblerinos, envueltos en mantas y
tapabocas, se dirigían hacia él. Les seguí, y subí una escalera sucia, y entré
en un salón en que el humo del cigarro formaba densa nube que apenas consentía
ver las caras de los concurrentes. El chasquido de las fichas de dominó me
despertó una percepción singular. Soy maestro en ese juego inocente y soso.
Para arriesgar en la timba que adivinaba unas monedas, me faltaba tenerlas: lo esencial. En el dominó no se paga sino al hacer cuentas.
¿Y si perdía? ¡Bah!
—Propuse una partidita a un sujeto bien portado, con trazas adineradas, y aceptó. Aquello fue coser y cantar. En una hora gané diez o doce pesetas. No me
bastaban. Me pedían más unos ojos dolorosos, implorantes, del color de los
lirios…, y pasé a la sala del crimen. Me vacilaban las piernas. ¡El todo por el
todo! No crean ustedes: en el poblacho, de cuyo nombre, al revés que Cervantes,
diré que no quiero olvidarme nunca, había sus puntos fuertes, y se arriesgaba
algo, una suerte inaudita me llevaba como de la mano, me señalaba la carta que
me convenía más, hasta tal punto que un instinto de prudencia me aconsejó
retirarme, no sólo porque pudiera volverse la suerte, sino porque creía notar
recelo y hostilidad en los puntos. ¡Demontre de forastero! Para que le viniesen
así, ¿tendría alguna habilidad, alguna treta…?
Salí del Casino palpando, en el bolsillo, billetes, y bastantes duros. Corrí a
la posada. Ante un papiro la mesonera se decidió, y encargué la cena, el gallo con
arroz, las sopas de ajo con huevos, las magras, la ensalada de coliflor, el buen
café, el anisado, la manzanilla. ¡Lo que se llama cenar! Y la cena nos produjo
tal plétora de contento, que bailamos y cantamos villancicos, hasta las tres de
la madrugada, como locos, y al nene de Matildita le paseamos en triunfo,
olvidándonos de que, horas antes, a poco le dejamos sin nodriza.
Hambre, amor, aguijones continuos de la vida, ¡cómo pincháis!"
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