“Yo soy un hombre de letras,
señores, y por lo tanto casi pacífico. Y digo casi pacífico, porque tengo en mi
haber un muerto. De pesarme en la conciencia no me pesa, porque lo maté en la
guerra. Pero que su muerte la pagué, ya lo creo, y la pagué con creces, la
pagué con esas mismas letras de las que les hablo, que al mismo tiempo son más
de las que ustedes creen y muy pocas. O mejor dicho eran, porque por un
lado tenía yo más de tres mil letras diferentes, y por el otro sólo veintiocho
pero todas se descompletaron cuando ocurrió el sucedido. Yo las llevaba en un
cofre que a su vez llevaba en una mula con la que recorrí el territorio de
Sonora a Yucatán y de Yucatán a Sonora, para poner mis letras al servicio de la
República.
Yo nunca me he encargado de transportar
de un lugar a otro un mensaje escondido en un trozo de cecina, y mucho menos un
mensaje metido en el casquillo de una bala a su vez metido donde ustedes podrán
deducir por suposición. Pero yo escribí muchos de esos mensajes con mi propio
puño y letra. Yo nunca he pronunciado un discurso o una filípica, ni firmado un
edicto o un decreto: pero los he escrito. Para eso me pinto solo, o me pinto y
me escribo, las dos cosas, porque mi amor a las letras me ha llevado también a
hacer letreros de todos los tamaños y colores. Los primeros libros que leí en
mi vida, y que todavía sigo leyendo, fueron «El Quijote» y «Las Mil y
Una Noches».
Pero antes de que yo aprendiera a leer, cuando
apenas tenía seis años de edad, mi padre, que trabajaba en una imprenta, sacó
de su ropero un estuche que tenía un alfabeto de plata refulgente, y con unas
pinzas cogió letra por letra y las colocó en fila sobre la mesa, de la A a la
Zeta. Mi padre, que nunca bebía sino en las grandes ocasiones, se sirvió una
copa de bacanora refino y me dijo que aunque él lo que se llama pobre de
pauperidad nunca había sido —y me recordó que teníamos dos vacas, tres puercos
y diez gallinas— no podría dejarme mucho si de casas o tierras aledañas
estábamos hablando, pero que me iba a dejar el patrimonio más rico del mundo,
que eran esas letras que valían no tanto porque eran de plata —y de la mejor
que daban las minas de las montañas de Arizona— sino, como dijo mi padre, por
su valor intrínseco. Con esas veintiocho letras se fundan y se destruyen imperios
y famas, me dijo, con ellas se escriben cartas de amor perfumadas con pachulí y
se redactan, con sangre ajena, condenas de muerte.
Con ellas yo no sé si Homero escribió «La
Odisea» y Esopo sus «Fábulas», porque los dos eran ciegos, pero
alguien, de todos modos, las escribió. Con estas letras se hacen los periódicos
y las leyes, con ellas se hicieron la Revolución Francesa y nuestra
Constitución y con ellas yo, tu padre, escribí con el seudónimo El Hijo del
Águila, mis ditirambos contra Hyppolyte du Pasquier de Dommartin, uno de
los primeros cacos franceses de los tantos que, por Sonora y por su plata, le
vendieron el alma al diablo. Con las letras se da vida a las causas y a los
hombres, con ellas se les da muerte. Con ellas, acomodándolas unas veces en una
forma y otras veces en otra, en grupos de dos, de cinco o de veinte y luego
poniéndolas en hilera, tú podrás ayudar, hijo, a escribir la Historia de
nuestra Patria, así con mayúsculas, y escribirás tu propia historia para bien o
para mal, para tu honor o tu vergüenza. Mi padre me dio entonces las primeras
nueve letras del alfabeto y me dijo: Para ganarte las otras tendrás primero que
aprender que la letra con sangre entra.
Y así fue: cuando se me cayó mi primer diente
lácteo, dicho sea de leche, y lo puse bajo la almohada, al día siguiente no me
encontré allí una moneda, sino una I de plata. Cuando se me cayó el segundo me
encontré la Jota, y así sucesiva y posteriormente hasta que sin quererlo me
tragué el último diente y como resultado tuve que buscar la Zeta no debajo de
la almohada sino junto a unos magueyes y, como dijo mi padre, en la hez y la
haz de la tierra. Mi padre, que Dios lo tenga en su Santa Gloria, feneció hace
mucho tiempo: yo mismo le escribí un epitafio insigne que lo labraron según mis
instrucciones con letras góticas en una lápida de mármol serpentino. Pero el
viejo alcanzó a vivir lo suficiente como para enseñarme a leer y escribir y
fomentarme el inmarcesible amor a las letras.”
Fernando del Paso: “Noticias del Imperio”
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