"El psiquiatra, que nunca usaba
pañuelo, se limpió mocos y lágrimas con el paño verde con el que solía borrar
del cristal del coche su vaho tibio de vaca de pesebre, encendió las luces (el
salpicadero iluminado se le antojaba siempre un pueblo de Alentejo en fiesta
observado desde lejos) y encendió el motor del pequeño automóvil cuyo
funcionamiento se transmitía a su cuerpo como si él fuese también una pieza de
aquel engranaje suave que vibraba.
En el vano de una puerta, muy cerca de él, una
muchacha joven besaba en la boca a un caballero calvo: los riñones de ella
poseían la armonía sensual de ciertos dibujos rápidos de Stuart, y el médico
envidió intensamente al hombrecito feo que la acariciaba, revirando unos ojos
protuberantes de pargo cocido; sin duda le pertenecía el coche norteamericano
estacionado, amarillo con cristales verdes: el esqueleto de plástico colgado
del espejo retrovisor se situaba en la misma longitud de onda del anillo que
usaba en el dedo meñique, con una libra de oro sujeta por tres dientecitos de
plata.
Si me casase con la hija de mi lavandera tal
vez sería feliz, recitó el psiquiatra en voz alta, mirando al individuo que
emitía por la boca abierta los ruidos de hervor con que las personas con
dentaduras postizas beben el café demasiado caliente. Cuando tenga su edad,
comeré besos como quien come sopa, y me escarbaré las encías para extraer de
las muelas restos incómodos de ternura; y tal vez una muchacha como ésta se
interese por mi gracia de menhir."
Antonio Lobo Antunes: “Memoria de
elefante”.
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