lunes, 12 de septiembre de 2016

Borborigmos


"El psiquiatra, que nunca usaba pañuelo, se limpió mocos y lágrimas con el paño verde con el que solía borrar del cristal del coche su vaho tibio de vaca de pesebre, encendió las luces (el salpicadero iluminado se le antojaba siempre un pueblo de Alentejo en fiesta observado desde lejos) y encendió el motor del pequeño automóvil cuyo funcionamiento se transmitía a su cuerpo como si él fuese también una pieza de aquel engranaje suave que vibraba.





 En el vano de una puerta, muy cerca de él, una muchacha joven besaba en la boca a un caballero calvo: los riñones de ella poseían la armonía sensual de ciertos dibujos rápidos de Stuart, y el médico envidió intensamente al hombrecito feo que la acariciaba, revirando unos ojos protuberantes de pargo cocido; sin duda le pertenecía el coche norteamericano estacionado, amarillo con cristales verdes: el esqueleto de plástico colgado del espejo retrovisor se situaba en la misma longitud de onda del anillo que usaba en el dedo meñique, con una libra de oro sujeta por tres dientecitos de plata.




 Si me casase con la hija de mi lavandera tal vez sería feliz, recitó el psiquiatra en voz alta, mirando al individuo que emitía por la boca abierta los ruidos de hervor con que las personas con dentaduras postizas beben el café demasiado caliente. Cuando tenga su edad, comeré besos como quien come sopa, y me escarbaré las encías para extraer de las muelas restos incómodos de ternura; y tal vez una muchacha como ésta se interese por mi gracia de menhir."

Antonio Lobo Antunes: “Memoria de elefante”.



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