jueves, 22 de diciembre de 2016

Evangelistas



“Yo soy un hombre de letras, señores, y por lo tanto casi pacífico. Y digo casi pacífico, porque tengo en mi haber un muerto. De pesarme en la conciencia no me pesa, porque lo maté en la guerra. Pero que su muerte la pagué, ya lo creo, y la pagué con creces, la pagué con esas mismas letras de las que les hablo, que al mismo tiempo son más de las que ustedes creen y muy pocas. O mejor dicho eran, porque por un lado tenía yo más de tres mil letras diferentes, y por el otro sólo veintiocho pero todas se descompletaron cuando ocurrió el sucedido. Yo las llevaba en un cofre que a su vez llevaba en una mula con la que recorrí el territorio de Sonora a Yucatán y de Yucatán a Sonora, para poner mis letras al servicio de la República. 



Yo nunca me he encargado de transportar de un lugar a otro un mensaje escondido en un trozo de cecina, y mucho menos un mensaje metido en el casquillo de una bala a su vez metido donde ustedes podrán deducir por suposición. Pero yo escribí muchos de esos mensajes con mi propio puño y letra. Yo nunca he pronunciado un discurso o una filípica, ni firmado un edicto o un decreto: pero los he escrito. Para eso me pinto solo, o me pinto y me escribo, las dos cosas, porque mi amor a las letras me ha llevado también a hacer letreros de todos los tamaños y colores. Los primeros libros que leí en mi vida, y que todavía sigo leyendo, fueron «El Quijote» y «Las Mil y Una Noches».



 Pero antes de que yo aprendiera a leer, cuando apenas tenía seis años de edad, mi padre, que trabajaba en una imprenta, sacó de su ropero un estuche que tenía un alfabeto de plata refulgente, y con unas pinzas cogió letra por letra y las colocó en fila sobre la mesa, de la A a la Zeta. Mi padre, que nunca bebía sino en las grandes ocasiones, se sirvió una copa de bacanora refino y me dijo que aunque él lo que se llama pobre de pauperidad nunca había sido —y me recordó que teníamos dos vacas, tres puercos y diez gallinas— no podría dejarme mucho si de casas o tierras aledañas estábamos hablando, pero que me iba a dejar el patrimonio más rico del mundo, que eran esas letras que valían no tanto porque eran de plata —y de la mejor que daban las minas de las montañas de Arizona— sino, como dijo mi padre, por su valor intrínseco. Con esas veintiocho letras se fundan y se destruyen imperios y famas, me dijo, con ellas se escriben cartas de amor perfumadas con pachulí y se redactan, con sangre ajena, condenas de muerte.





 Con ellas yo no sé si Homero escribió «La Odisea» y Esopo sus «Fábulas», porque los dos eran ciegos, pero alguien, de todos modos, las escribió. Con estas letras se hacen los periódicos y las leyes, con ellas se hicieron la Revolución Francesa y nuestra Constitución y con ellas yo, tu padre, escribí con el seudónimo El Hijo del Águila, mis ditirambos contra Hyppolyte du Pasquier de Dommartin, uno de los primeros cacos franceses de los tantos que, por Sonora y por su plata, le vendieron el alma al diablo. Con las letras se da vida a las causas y a los hombres, con ellas se les da muerte. Con ellas, acomodándolas unas veces en una forma y otras veces en otra, en grupos de dos, de cinco o de veinte y luego poniéndolas en hilera, tú podrás ayudar, hijo, a escribir la Historia de nuestra Patria, así con mayúsculas, y escribirás tu propia historia para bien o para mal, para tu honor o tu vergüenza. Mi padre me dio entonces las primeras nueve letras del alfabeto y me dijo: Para ganarte las otras tendrás primero que aprender que la letra con sangre entra.



 Y así fue: cuando se me cayó mi primer diente lácteo, dicho sea de leche, y lo puse bajo la almohada, al día siguiente no me encontré allí una moneda, sino una I de plata. Cuando se me cayó el segundo me encontré la Jota, y así sucesiva y posteriormente hasta que sin quererlo me tragué el último diente y como resultado tuve que buscar la Zeta no debajo de la almohada sino junto a unos magueyes y, como dijo mi padre, en la hez y la haz de la tierra. Mi padre, que Dios lo tenga en su Santa Gloria, feneció hace mucho tiempo: yo mismo le escribí un epitafio insigne que lo labraron según mis instrucciones con letras góticas en una lápida de mármol serpentino. Pero el viejo alcanzó a vivir lo suficiente como para enseñarme a leer y escribir y fomentarme el inmarcesible amor a las letras.”

  Fernando del Paso: “Noticias del Imperio”

lunes, 12 de septiembre de 2016

Borborigmos


"El psiquiatra, que nunca usaba pañuelo, se limpió mocos y lágrimas con el paño verde con el que solía borrar del cristal del coche su vaho tibio de vaca de pesebre, encendió las luces (el salpicadero iluminado se le antojaba siempre un pueblo de Alentejo en fiesta observado desde lejos) y encendió el motor del pequeño automóvil cuyo funcionamiento se transmitía a su cuerpo como si él fuese también una pieza de aquel engranaje suave que vibraba.





 En el vano de una puerta, muy cerca de él, una muchacha joven besaba en la boca a un caballero calvo: los riñones de ella poseían la armonía sensual de ciertos dibujos rápidos de Stuart, y el médico envidió intensamente al hombrecito feo que la acariciaba, revirando unos ojos protuberantes de pargo cocido; sin duda le pertenecía el coche norteamericano estacionado, amarillo con cristales verdes: el esqueleto de plástico colgado del espejo retrovisor se situaba en la misma longitud de onda del anillo que usaba en el dedo meñique, con una libra de oro sujeta por tres dientecitos de plata.




 Si me casase con la hija de mi lavandera tal vez sería feliz, recitó el psiquiatra en voz alta, mirando al individuo que emitía por la boca abierta los ruidos de hervor con que las personas con dentaduras postizas beben el café demasiado caliente. Cuando tenga su edad, comeré besos como quien come sopa, y me escarbaré las encías para extraer de las muelas restos incómodos de ternura; y tal vez una muchacha como ésta se interese por mi gracia de menhir."

Antonio Lobo Antunes: “Memoria de elefante”.



miércoles, 18 de mayo de 2016

Sistema métrico



“En cuanto a las distancias que nos separaban y nos unían, lo más que puedo decirte es que también fueron incontables. Había veces en que los dos amanecíamos acostados el uno frente al otro y entonces entre mi nariz y la de mi prima había unos veinte centímetros de distancia que primero perdían el cero para transformarse en dos y después perdían el dos para transformarse en cero.



 Otras veces, sin embargo, cuando discutíamos y nos dábamos la espalda, entre mi nariz y la suya había cuarenta mil kilómetros de distancia que podían medirse a partir de la punta de mi nariz, trazando una línea recta que siguiera la curvatura de la Tierra por arriba de las montañas, de los valles, de las fábricas de lápices y de las chimeneas de los buques, hasta encontrarse con la punta de la nariz de Estefanía.


 En otras ocasiones, yo medía los siete centímetros de mi dedo cordial y le introducía a mi prima seis y medio. Ella me besaba entonces treinta de mis cuarenta milímetros de labios. Yo le lamía un centímetro redondo de pezón. Se metía ella en la boca dos pulgadas cilíndricas de mi miembro. Le contaba yo diez lenguas de su lengua a sus muslos.


 Se tragaba ella dos centímetros cúbicos de mi esperma. Le mordía yo una pulgada esférica de nalga. Calculaba ella veinte besos de mi ombligo a mi rodilla derecha. Le saboreaba yo tres dedos lineales de saliva. Me prometía ella cuatro onzas de lágrimas cuando me muriera. Le juraba yo un litro de sangre cuando tuviera un accidente.”

Fernando del Paso: “Palinuro de México”


martes, 22 de marzo de 2016

Refugiados


  “Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y por debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, solo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.

  Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.


  Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol, el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
  Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no podían traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Solo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosostros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. (...)


  Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir deprisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos.”

Juan Rulfo: “El llano en llamas”


miércoles, 17 de febrero de 2016

Valores



PERIODISTA: “Una última pregunta. Suponga, Lord Russell que esta película fuera visionada por nuestros descendientes, cual Manuscrito del Mar Muerto, dentro de mil años. ¿Qué cree que vale la pena decir a esa generación sobre la vida que ha vivido y lo que ha aprendido de ella?”



BERTRAND RUSSELL: “Me gustaría decir dos cosas: una intelectual y otra moral.
  La intelectual sería esta: cuando estudies cualquier asunto, o consideres cualquier filosofía, pregúntate únicamente cuáles son los hechos, y cuál es la verdad que los hechos sustentan. Nunca dejes que te desvíe ni lo que deseas creer, ni lo que pienses que tendrá efectos sociales positivos si se creyera. Mira única y exclusivamente cuáles son los hechos.




  La cosa moral que querría decirles es muy simple, diría: el amor es sabio, el odio es mentecato. En este mundo, que se está volviendo cada vez más interconectado, debemos aprender a tolerarnos los unos a los otros, debemos aprender a aguantar el hecho de que algunas personas dicen cosas que no nos gustan. Solo podemos vivir juntos de esa forma. Si vamos a vivir juntos en vez de morir juntos, debemos aprender una clase de caridad y tolerancia que es absolutamente vital para la continuidad de la vida humana en este planeta”