Había una vez en un lejano país oriental, un tirano gobernante que, además, era físico. Y no un físico cualquiera: se trataba de un físico cuántico.
En cierta ocasión detuvo, juzgó y condenó a muerte a ocho disidentes. Éstos discrepaban de las teorías mantenidas por su gobernante, que en aquel país eran artículo de fe. La “banda de los ocho”, que así se llamaban los revolucionarios, sostenía públicamente la existencia de una realidad más allá de nuestras percepciones, algo inaceptable por el dictador. Para él todo lo que consideramos real sólo era fruto de nuestra observación, todo se encontraba en nuestra mente.
La pena de muerte en este país se llevaba a cabo mediante fusilamiento. Pero sucedió que, como el estado sufría un embargo económico y comercial por parte de las naciones libres, sólo disponía de cuatro balas. Buscando en toda la nación únicamente pudieron juntar cuatro proyectiles, y la mayoría del pueblo pensó que, al menos, cuatro de los reos podrían seguir con vida.
Pero el tirano, conocedor de la teoría cuántica, sabía que cualquier cuerpo material tiene un comportamiento de onda y de partícula. Así que, el día establecido para la ejecución, hizo situar a los ocho reos maniatados y con los ojos vendados ante una pared. Los ubicó separados unos de otros a unas ciertas distancias que midió con precisión. Y, entre ellos y los cuatro soldados que serían los encargados de disparar las cuatro balas, mandó colocar una gran plancha de acero que presentaba dos rendijas verticales muy próximas.
Sabía que las balas, al ser disparadas hacia las rendijas, se comportarían como ondas y crearían fenómenos de interferencia en la pared posterior. Justo donde el tirano había calculado que estas ondas se sumaban, se encontraban situados cada uno de los ocho encausados.
Y fue así como murieron aquellos ocho opositores en aquel lejano país. Asesinados por una teoría en la que no creían.
Benno von Archimboldi: “De Arquímedes a Bohr”
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