jueves, 21 de marzo de 2013

Torre de Babel


Aquella ciudad se llamaba Babel, y en ella había, desde tiempos inmemoriales, una enorme torre. Nadie recordaba quien la mandara levantar, pero debía tratarse de un emperador muy poderoso.

Fue edificada durante siete generaciones sucesivas, y en cada una de ellas se construyó una sección de la misma, cada vez más pequeña. La razón era que, aunque la atalaya disminuía de grosor con la altura, la dificultad de subir materiales, máquinas y obreros a una elevación cada vez mayor, dificultaba el avance de la obra.




Los arquitectos más destacados del imperio trabajaron en su diseño, y las medidas y proporciones de su estructura eran de una precisión inigualable. Además, utilizaron los mejores materiales disponibles en aquella época. El armazón o esqueleto era de dura roca arenisca. Para los muros, arcos de transmisión de fuerzas y revestimiento interno de las viviendas, se empleó ladrillo. En el embellecimiento externo de la torre se usó mármol de diferentes colores.




Una de las características más sobresalientes del edificio era su enorme patio interior. Se trataba de un hueco con la forma de un cilindro perfecto de 12 metros de diámetro y de una altura idéntica a la de la torre, es decir, de 300 metros. Por él penetraba la luz del sol y, además de iluminar todas las estancias interiores, el recorrido de la misma por las cóncavas paredes servía de reloj y de calendario. Como Babel se encontraba más al norte del trópico de Cáncer, el sol jamás iluminaba directamente la base del cilindro.


Fue aquí, en esta ciudad, donde alguien demostró por primera vez que la Tierra se movía, y que lo hacía sobre su eje, del mismo modo que gira una peonza. Se llamaba Nicoperno y había escandalizado a los sacerdotes del templo con sus herejías. Decía que el Sol no sale por el este, ni recorre el cielo durante el día, ni se pone por el oeste. Según él era la Tierra la que rotaba, mientras el astro rey permanecía inmóvil.

Tampoco se movían las estrellas durante la noche, sino que su desplazamiento aparente se debía al movimiento de nuestro planeta. Por ello fue apresado, juzgado y condenado a muerte.




En aquel país se le permitía al reo elegir la forma de morir: era un lugar con cierto grado de democracia. Y el condenado podía escoger entre varias posibilidades: hoguera, veneno, horca, hacha, lapidación, desangramiento o cualquier otro método poco costoso e infalible.


El prisionero eligió, y le aceptaron, el siguiente procedimiento que, aunque inusual era barato. Se trataba de situar una espada de bronce colgada en la parte central superior del patio cilíndrico de la torre. Y a él, al reo, atado firmemente a un poste vertical en la base del patio. De tal manera que la espada apuntara a su cabeza.

Al cortar el hilo que sostendría a la espada, ésta caería y, como estaba situada verticalmente sobre la cabeza del condenado, lo mataría instantáneamente.

Ningún viento ni corriente de aire circulaban la mañana prevista para el ajusticiamiento. Ese día miles de personas se congregaron en las ventanas y balcones que daban al patio central para contemplar el espectáculo. Una representación de los doctores del templo asistía al acto, así como diferentes autoridades que nunca habían visto una ejecución como aquella.

Los mejores matemáticos de la ciudad hallaron tanto el centro del círculo superior como el de su base. Para tener una seguridad total, utilizaron una plomada unida a un largo cordel, para calcular tanto el lugar de fijación de la espada como aquel que debería ocupar la cabeza de Nicoperno. Empleando una viga de cedro que cruzaba sobre el diámetro del círculo superior, ataron la espada de un hilo y ataron éste en el centro de la traviesa.

 


Luego, fijaron una estaca vertical en el suelo del patio interior, de tal manera que el preso se situara en el centro del mismo, y lo ataron a ella fuertemente. Además su cabeza, sujeta con una cinta que pasaba por su frente, se mantenía totalmente inmóvil.


Nicoperno había pedido, y se le había concedido, un último deseo: estar atado de tal manera que su espalda quedara hacia el este y su cara hacia el oeste.

Con unas tijeras muy afiladas, el verdugo cortó el hilo que sostenía a la espada, y ésta bajó como un rayo.

Un grito desgarrado salió de las gargantas de muchas de las personas reunidas, pero luego, un sonido seco y sordo, como el de una afilada azada clavándose en el suelo, retumbó en todo el hueco del edificio. La espada se había incrustado en el patio, a la espalda del reo, sin rozar siquiera al condenado ni al poste donde se encontraba atado.

Nadie encontraba explicación a este hecho tan sorprendente, ya que los cálculos para determinar el centro superior e inferior del cilindro habían sido exhaustivos. Ninguna persona comprendía a qué se debía semejante desvío del arma.

Hasta que se oyó decir al reo:” ¡Acabo de demostrar que la Tierra se mueve!”

   


Lo liberaron de las ataduras y, en una sala aparte, entre los matemáticos y doctores, explicó a qué se debía el sorprendente hecho.


La Tierra, dijo, gira sobre su eje de oeste a este, y la velocidad de giro aumenta con la altura. Si dejamos caer libremente un objeto desde una cierta elevación, éste caerá con un pequeño empuje en dirección hacia levante. Este impulso fue el que desvió a la espada y me salvó la vida. Si la Tierra estuviera inmóvil, la espada me habría matado.

Más tarde, los matemáticos y doctores realizaron experimentos dejando caer numerosos objetos y pudieron comprobar que lo que mantenía Nicoperno era cierto. Así que lo nombraron director del observatorio de Babel y allí permaneció investigando durante muchos años hasta su muerte.


Benno von Archimboldi: "Los gravitatorios prenewtonianos"

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