domingo, 2 de diciembre de 2012

INVIERNO



“Cuando llegamos a Madrid, como ninguno de nosotros conocía España, nos hubiera gustado quedarnos algún tiempo para visitar la corte española y ver todo lo que era digno de ser admirado, pero como finalizaba el verano, nos apresuramos a abandonar Madrid, lo que hicimos a mediados de octubre. Pero al llegar a la frontera de Navarra nos alarmaron las noticias que recibimos en varias ciudades respecto a que había caído tanta nieve del lado francés de las montañas, que varios viajeros se habían visto obligados a retroceder hasta Pamplona, a pesar de haber intentado, en un esfuerzo extremo, traspasar los montes.




Cuando llegamos a Pamplona nos dijeron lo mismo, y para mí, que estaba acostumbrado a los climas cálidos e incluso a países donde se toleran con pena los vestidos, el frío me era en verdad insufrible. Aquel clima no era tan penoso como sorprendente, pues diez días antes habíamos atravesado Castilla la Vieja, donde no sólo hacía una temperatura cálida, sino un calor tórrido, e inmediatamente nos llegó un viento de los Pirineos tan crudo, frío e intolerable, que los dedos de las manos y los pies se me quedaron ateridos de frío.




El pobre “Viernes” se asustó de veras cuando vio aquellas montañas enteramente cubiertas de nieve, y sintió la crudeza del frío como nunca la había sufrido en su vida."






Daniel Defoe:  “Robinson Crusoe”

domingo, 4 de noviembre de 2012

Difuntos


"No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban en la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo que se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró a esa muchacha que le sorbió los sesos.
--¿Qué pasó?—le dije a Miguel Páramo--. ¿Te dieron calabazas?


--No. Ella me sigue queriendo –me dijo--. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero si sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.





--No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.




--Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.




--Mañana tu padre se torcerá de dolor –le dije--. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mi.


Y cerré la ventana.”

   



    Juan Rulfo: "Pedro Páramo"

martes, 18 de septiembre de 2012

Recortes



"Un Nash de 1926 salía de la carretera pesadamente. El asiento trasero estaba tapado casi hasta arriba con sacos, ollas y sartenes y encima de todo iban dos niños aplastados contra el techo. Sobre el coche había un colchón y una tienda de campaña plegada; los palos de la tienda iban atados a los estribos. El coche se estacionó junto a los surtidores de gasolina. Un hombre de pelo negro y el rostro como cortado con un hacha se apeó lentamente, y los dos críos resbalaron por la carga hasta llegar al suelo.


Mae rodeó la barra y se quedó en la puerta. El hombre llevaba pantalones grises de lana y una camisa azul, oscurecida por el sudor en la espalda y bajo los brazos. Los niños llevaban sólo unos monos, andrajosos y remendados. Tenían el pelo claro, de punta todo alrededor de la cabeza, casi cortado al cero. En el rostro mostraban churretes de polvo. Fueron directamente al charco barroso bajo la manguera y enterraron los pies en el barro.





El hombre preguntó:


--¿Podemos coger agua, señora?

Un gesto de irritación cruzó el rostro de Mae.

--Claro, sírvanse –habló quedamente por encima del hombro--. Voy a vigilar la manguera –clavó la vista en el hombre mientras éste desenroscaba la tapa del radiador y metía la manguera.

La mujer, que se había quedado en el coche, de cabello muy rubio, dijo:

--Mira a ver si lo puedes comprar aquí.

El hombre cerró el grifo de la manguera y volvió a colocar el tapón. Los chiquillos se apoderaron de la manga, apuntaron hacia debajo y bebieron sedientos. El hombre se quitó el sucio sombrero negro y se quedó, con una curiosa humildad, delante de la puerta.

--¿Nos haría el favor de vendernos una barra de pan, señora?

   


--Esto no es una tienda de comestibles –dijo Mae--. Tenemos el pan para hacer bocadillos.


--Lo sé, señora –insistía con humildad--. Necesitamos pan y nos han dicho que no hay ningún sitio más hasta bastante más lejos.

--Si les vendemos pan, nos va a faltar –el tono de Mae comenzaba a ser vacilante.

--Tenemos hambre –dijo el hombre.

--¿Por qué no compran bocadillos? Los tenemos muy buenos, de hamburguesa.

--Nos encantaría poder hacerlo, señora. Pero no podemos. Tenemos que comer todos por diez centavos –y añadió avergonzado--. Tenemos poco dinero.

--No puede comprar una barra por diez centavos. Sólo las tenemos de quince –dijo Mae.

Al gruñó a su espalda.

--Por Dios, Mae, dales el pan.

--Nos vamos a quedar sin pan antes de que llegue el camión.

--Bueno, pues que falte, maldita sea –dijo Al. Y miró hosco a la ensalada de patata que estaba preparando.

Mae encogió sus hombros regordetes y miró a los camioneros para mostrarles por lo que tenía que pasar.

   


Sujetó la puerta abierta y el hombre entró, trayendo consigo olor a sudor. Los chiquillos se colaron detrás de él, se acercaron inmediatamente al recipiente de caramelos y se quedaron mirando con fijeza, no con anhelo ni esperanza, ni siquiera con deseo, simplemente como asombrados de que semejantes cosas pudieran existir. Eran iguales de tamaño y sus rostros eran idénticos. Uno de ellos se rascó el tobillo polvoriento con las uñas de los dedos del otro pie. El otro le susurró algo quedamente y, entonces, los dos estiraron los brazos hasta que sus puños apretados, metidos en los bolsillos del mono, se marcaron a través de la fina tela azul.


Mae abrió un cajón y sacó una larga barra envuelta en papel encerado.

--Ésta es de quince centavos.

El hombre se colocó el sombrero en la cabeza de nuevo. Respondió con humildad inflexible.

--¿Me haría el favor de cortarme un trozo de diez centavos?

Al dijo con un gruñido:

--Maldita sea, Mae. Dale la barra entera.

El hombre se volvió hacia Al.

--No, queremos comprar diez centavos de pan. Lo tenemos estrictamente calculado para llegar hasta California.

--Puede quedársela por diez centavos –dijo Mae, con acento resignado.

--Eso sería robarle, señora.

   


--Cójalo, venga… Al dice que se lo quede –empujó la barra envuelta encima del mostrador. El hombre sacó de su bolsillo trasero una bolsa de cuero oscuro, desató las cuerdas y la abrió. Pesaba, llena de monedas grandes y billetes grasientos.


--Les parecerá extraño que sea tan agarrado –se disculpó--. Nos quedan mil millas por delante y no sabemos si conseguiremos llegar –hurgó en la bolsa con el dedo índice, encontró una moneda de diez centavos y la cogió. Al ponerla en el mostrador vio que había sacado un centavo al mismo tiempo. Estaba a punto de guardarlo de nuevo en la bolsa cuando su mirada cayó sobre los niños, paralizados ante el mostrador de los caramelos. Se acercó con calma a ellos. Señaló unos palos de menta, rayados, que había en la caja.

--¿Esos caramelos son de a centavo, señora?

Mae se acercó y miró.

--¿Cuáles?

--Ésos de ahí, de rayas.

Los pequeños levantaron los ojos hacia el rostro de Mae y dejaron de respirar; tenían la boca ligeramente abierta y rígidos los cuerpos medio desnudos.

--¡Ah!, ésos. No, no…, son dos por un centavo.

--Bien, déme dos, señora –depositó el centavo de cobre cuidadosamente sobre la barra. Los niños dejaron escapar el aliento contenido suavemente. Mae les ofreció los dos palos largos de caramelo.

   


--Cogedlos –animó el hombre.


Alargaron la mano con timidez, cada uno cogió un palo y los sujetaron pegados a sus lados sin mirarlos. Pero se miraron el uno al otro y las comisuras de sus labios mostraron, vergonzosos, una sonrisa rígida.

--Gracias, señora –el hombre cogió el pan y salió, con los niños marchando estirados detrás de él, sosteniendo los palos a rayas rojas pegados estrechamente contra sus piernas. Saltaron como ardillas por encima del asiento delantero y se acomodaron sobre la carga.

El hombre se sentó, puso en marcha el coche y, con un motor rugiente y una nube de aceitoso humo azul, el viejo Nash volvió a la carretera y siguió adelante hacia el oeste.

Desde el interior del restaurante, los camioneros, Mae y Al les siguieron con los ojos. Bill fue el primero en reaccionar.

--Esos caramelos no eran dos por un centavo, cada uno vale cinco.

--¿Acaso es asunto tuyo?—replicó Mae torvamente."

     
John Steinbeck : “Las uvas de la ira.”

viernes, 3 de agosto de 2012

NARANJADA ÁCIDA




--Grasños brachnos –dije, medio lloriqueando. Y continué--: No me importa lo de la ultraviolencia y toda esa cala. Puedo aguantarlo. Pero no es justo meterse con la música. No es justo que me enferme cuando estoy slusando al hermoso Ludwing van y G. F. Handel, y otros. Todo lo cual demuestra que ustedes son un perverso montón de sodos, y nunca los perdonaré.




Pareció que los dos se quedaban pensativos. Luego, el doctor Brodsky observó:--Siempre es difícil poner límites. El mundo es uno, y es una la vida. La actividad más dulce y celestial participa en alguna medida de la violencia; por ejemplo, el acto amoroso, o la música. Hemos de correr ciertos riesgos, muchacho.—No entendí todos esos slovos, pero contesté:




--No necesitamos seguir, señor.—Astuto, yo había cambiado un maleico el tono.—Ya me demostraron que toda esta dratsada y la ultraviolencia y el asesinato están mal, mal, terriblemente mal. Aprendí la lección, señores. Ahora comprendo lo que nunca había visto antes. Estoy curado, gracias a Dios.—Y levanté piadosamente los glasos al techo. Pero los dos doctores menearon tristemente las golovás, y el doctor Brodsky dijo:




--Todavía no estás curado. Falta mucho por hacer. Sólo cuando tu cuerpo reaccione pronta y violentamente a la violencia, como si estuviera frente a una víbora, sin ayuda nuestra, sin medicinas, entonces podremos…




--Pero, señor –lo interrumpí--, señores, ya veo que está mal. Está mal porque va contra la sociedad, está mal porque todos los vecos de la tierra tienen derecho a vivir y a ser felices sin que los golpeen, tolchoquen y apuñalen. Aprendí mucho, de veras se lo digo.

   


Pero el doctor Brodsky smecó ruidosamente, mostrando todos los subos blancos, y dijo:

--La herejía de la edad de la razón –o unos slovos por el estilo--.Veo lo que es justo y lo apruebo, pero hago lo que es injusto. No, no, muchacho, tienes que ponerte en nuestras manos. Pero alégrate. Pronto todo terminará. En menos de dos semanas serás un hombre libre.—Brodsky me dio unas palmaditas en el plecho.


    Anthony Burgess : "La naranja mecánica"

domingo, 3 de junio de 2012

Gratitud



 "En cuanto a la gratitud –pues me parece que tenemos necesidad de dar vigencia a esta palabra--, bastará un solo ejemplo que Apión relata como si él mismo lo hubiese contemplado. Un día, dice, que en Roma se brindaba al pueblo el placer del combate de numerosos animales extraños, y sobre todo de leones de inusitado tamaño, había uno entre los demás que, por su porte furioso, por la fuerza y el grosor de sus miembros y por su rugido altivo y terrible, atraía la mirada de todos los asistentes.




Uno de los esclavos que fueron ofrecidos al pueblo en este combate de animales fue un tal Androdo, de Dacia, que pertenecía a un señor romano de clase consular. El león lo vio desde lejos y primero se detuvo en seco, como si se hubiese quedado admirado; luego, se acercó muy lentamente, de una manera mansa y apacible, como para reconocerlo. Hecho esto, y seguro de lo que buscaba, empezó a golpear con la cola como lo hacen los perros que lisonjean a su amo, y a besar y lamer las manos y los muslos del pobre miserable, que estaba completamente sobrecogido de horror y fuera de sí. Cuando Androdo recobró el ánimo por la benignidad del león, y calmó su mirada para examinarlo y reconocerlo, era un placer singular ver las caricias y fiestas que se hacían el uno al otro. Como el pueblo dio gritos de alborozo, el emperador hizo llamar al esclavo para oír de él la causa de tan extraño suceso. Le relató una historia nueva y admirable.




Cuando mi amo, dijo, era procónsul en África, me vi obligado, por la crueldad y el rigor con que me trataba, al extremo de hacerme golpear todos los días, a ocultarme de él y huir. Y, para esconderme de manera segura de un personaje que poseía tanta autoridad en la provincia, me pareció que lo más rápido para mí era dirigirme a los lugares solitarios y las regiones arenosas e inhabitables del país, resuelto, si me faltaban medios para alimentarme, a encontrar alguna manera de quitarme la vida.




El sol era extremadamente intenso al mediodía y los calores insoportables, así que, al toparme con una cueva oculta e inaccesible, me lancé a su interior. Poco después apareció este león, con una pata ensangrentada y herida, quejándose y gimiendo por los dolores que sufría. Cuando llegó, tuve mucho miedo, pero él, viéndome acurrucado en un rincón de su guarida, se me acercó muy despacio ofreciéndome la pata herida y mostrándomela como para pedir ayuda. Entonces le saqué una gran astilla que tenía clavada y, un poco familiarizado con él, apretando su herida, hice salir la suciedad que se acumulaba, la sequé y limpié tan bien como pude.




Al sentirse aliviado del mal y repuesto del dolor, empezó a descansar y a dormir, con la pata todavía entre mis manos. Desde entonces, vivimos los dos juntos en esa cueva tres años enteros con los mismos alimentos. Porque, de los animales que mataba en sus cacerías, me daba los mejores pedazos, que yo ponía a calentar al sol, a falta de fuego, y me comía.




A la larga, aburrido de esa vida brutal y salvaje, un día al ir el león a hacer su caza habitual, me marché, y, a los tres días, me sorprendieron los soldados, que me llevaron de África a esta ciudad, a mi amo, el cual me condenó de inmediato a muerte y a ser arrojado a los animales. Pues bien, por lo que veo, al león le capturaron también poco después, y ahora me ha querido recompensar por el beneficio y la curación que le procuré.

 
 


Ésta es la historia que Androdo contó al emperador, que hizo también oír de mano en mano al pueblo. Por ello, a requerimiento de todos, fue puesto en libertad y absuelto de la condena, y por mandato del pueblo se le regaló el león. Vimos después, dice Apión, cómo Androdo, que llevaba el león con un pequeño lazo, se paseaba por las tabernas de Roma y recibía el dinero que le daban, y cómo el león se dejaba cubrir con las flores que le lanzaban, y cómo todo el mundo decía, cuando los encontraba: “Aquí tenemos al león que hospedó al hombre, y al hombre que curó al león”.




Michel de Montaigne : “Los ensayos.”

lunes, 14 de mayo de 2012

Más democracia



(...) “Obvio que hay causas económicas: la segunda globalización, la desaparición del miedo a la revolución, incluso el olvido de las guerras del siglo XX que fueron una toma de conciencia sangrienta de la igualdad de méritos de todos. Hay algo más, y la urdimbre de ese algo es axiológica.




La sociedad actual es una sociedad individualista, claro. Pero también lo era la del pasado siglo y sin embargo reaccionó con severas políticas reformistas contra la desigualdad heredada. ¿Qué ha cambiado? El tipo de individualismo. El nacido de las revoluciones francesa y norteamericana, podría caracterizarse como el de unos individuos universalistas. Concebía a las personas como individuos sustancialmente iguales entre sí en sus deseos y aspiraciones, y por eso podía diseñar políticas niveladoras inspiradas en una noción universal del bien común. El individualismo contemporáneo, en cambio, es el de los individuos particulares, cada uno ansioso de distinguirse de los demás por su historia, su adscripción grupal, sus habilidades o sus desgracias. Un individualismo de la distinción que, junto a efectos positivos como las políticas de reconocimiento, genera otros negativos, como la propensión a aceptar las desigualdades siempre que se asocien a una particularidad. A la sociedad no le resulta estridente que existan desigualdades flagrantes si su beneficiario puede anudarlas a su pertenencia a un grupo o a su propia particularidad.






Al mismo tiempo, nuestra sociedad acepta que las habilidades particulares justifican retribuciones escandalosamente superiores, sea en el mercado del deporte, de las finanzas o de la gestión mediática (porque las desigualdades ya no nacen de la propiedad, sino del trabajo). Aquella idea, tan cara al liberalismo igualitario del siglo pasado, de que el éxito de los gestores o los líderes no se debía, en el fondo, sino a la organización social del conjunto en el que actuaban suena casi a blasfemia en la actualidad. Los exitosos han convencido al resto de que se lo merecen, que sus retribuciones escandalosas no derivan de la colusión interesada de toda una élite de poder sino de su capacidad.






Y, junto a ello, la filosofía política no ha sido capaz de crear una teoría sobre la desigualdad admisible. Las “teorías de la justicia” que Rawls, Dworkin o Amartya Sen han popularizado son cuidadas doctrinas que establecen el mínimo de bienes o chances merecido por todos los ciudadanos, incluso el menos afortunado por el azar biológico. Pero nada nos dicen sobre el máximo que pueden obtener otros individuos y, por tanto, sobre los límites de la desigualdad. Parece que, siempre que la sociedad garantice las mismas posibilidades a todos, algunos pueden enriquecerse sin límite si esa es su habilidad. Una (falta de) idea alarmante. Sobre todo, porque el enriquecimiento escandaloso funciona en la realidad desde ya, mientras que la igualación de chances se demora. Necesitamos con urgencia una teoría política sobre las desigualdades admisibles, no el desarme ideológico o la perplejidad actual en la materia. ¿Cómo hemos pasado sin pensarlo de una escala de desigualdad de retribuciones en la empresa de 1:6 a otra de 1:300?




Los revolucionarios franceses y americanos —recuerda Rosanvallon— tuvieron una idea muy clara de que los ciudadanos debían ser en lo económico, no tanto iguales (la ciudadanía), como similares (a eso se refería la fraternité). Admitían la desigualdad de fortunas pero con el límite de que no pudiera llegar a crear clases diversas de ciudadanos, de que ningún grupo pudiera llegar a ser “una nación particular dentro de la nación”. El ideal democrático era el de una sociedad de los similares, algo que era más una manera de vivir la relación social que una forma de estructura económica. Doscientos años después, en una sociedad de individuos particulares, urge encontrar los mecanismos políticos para recrear entre los ciudadanos el gusto por la similitud. Porque la desigualdad que crece, eso sí es seguro, es un cáncer para la democracia.”



José María Ruiz Soroa : “El cáncer de la democracia”

sábado, 28 de abril de 2012

El rey desnudo



"Por qué guardo silencio, demasiado tiempo,

sobre lo que es manifiesto y se utilizaba

en juegos de guerra a cuyo final, supervivientes,

solo acabamos como notas a pie de página.

Es el supuesto derecho a un ataque preventivo

el que podría exterminar al pueblo iraní,

subyugado y conducido al júbilo organizado

por un fanfarrón,

porque en su jurisdicción se sospecha

la fabricación de una bomba atómica.



Pero ¿por qué me prohíbo nombrar

a ese otro país en el que

desde hace años —aunque mantenido en secreto—

se dispone de un creciente potencial nuclear,

fuera de control, ya que

es inaccesible a toda inspección?

El silencio general sobre ese hecho,

al que se ha sometido mi propio silencio,

lo siento como gravosa mentira

y coacción que amenaza castigar

en cuanto no se respeta;

“antisemitismo” se llama la condena.



Ahora, sin embargo, porque mi país,

alcanzado y llamado a capítulo una y otra vez

por crímenes muy propios

sin parangón alguno,

de nuevo y de forma rutinaria, aunque

enseguida calificada de reparación,

va a entregar a Israel otro submarino cuya especialidad

es dirigir ojivas aniquiladoras

hacia donde no se ha probado

la existencia de una sola bomba,

aunque se quiera aportar como prueba el temor...

digo lo que hay que decir.



¿Por qué he callado hasta ahora?

Porque creía que mi origen,

marcado por un estigma imborrable,

me prohibía atribuir ese hecho, como evidente,

al país de Israel, al que estoy unido

y quiero seguir estándolo.

¿Por qué solo ahora lo digo,

envejecido y con mi última tinta:

Israel, potencia nuclear, pone en peligro

una paz mundial ya de por sí quebradiza?

Porque hay que decir

lo que mañana podría ser demasiado tarde,

y porque —suficientemente incriminados como alemanes—

podríamos ser cómplices de un crimen

que es previsible, por lo que nuestra parte de culpa

no podría extinguirse

con ninguna de las excusas habituales.



Lo admito: no sigo callando

porque estoy harto

de la hipocresía de Occidente; cabe esperar además

que muchos se liberen del silencio, exijan

al causante de ese peligro visible que renuncie

al uso de la fuerza e insistan también

en que los gobiernos de ambos países permitan

el control permanente y sin trabas

por una instancia internacional

del potencial nuclear israelí

y de las instalaciones nucleares iraníes.



Solo así podremos ayudar a todos, israelíes y palestinos,

más aún, a todos los seres humanos que en esa región

ocupada por la demencia

viven enemistados codo con codo,

odiándose mutuamente,

y en definitiva también ayudarnos."


   

Günter Grass

sábado, 31 de marzo de 2012

Usura











“Los padres de la iglesia califican lo “mío” y lo “tuyo” de palabras funestas y la propiedad privada de usurpación y robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra es común de todos los hombres y, por consiguiente, produce frutos para el uso general de todos. Han enseñado que sólo la codicia, fruto del pecado original, invoca los derechos de posesión y ha creado la propiedad privada. Han sido lo bastante humanos y enemigos del mercantilismo para considerar toda actividad económica en general como un peligro  para la salvación del alma, es decir, para la humanidad. Han odiado el dinero y los negocios monetarios y han llamado a la riqueza capitalista aliento de llama infernal.





El principio fundamental de la doctrina económica, a saber, que el precio resulta del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido despreciado por ellos de todo corazón, y han condenado los actos de los que sacan partido de las circunstancias como una explotación cínica de la miseria del prójimo. Ha habido una explotación aún más criminal a sus ojos: la del tiempo, ese delito que consiste en hacerse pagar una prima por el sencillo transcurso del tiempo; dicho de otra manera: el interés, y abusar así, para su propia ventaja y a costa del prójimo, de una institución divina, valedera para todos: el tiempo”.




Thomas Mann: “La montaña mágica”

sábado, 3 de marzo de 2012

Batea




“ todos levamos un morto dentro de nós

                                        senón iríamos ao rolo

                                        como quen di á deriva “





                           Pedro P. Riobó : “As desfeitas do día “

viernes, 24 de febrero de 2012

Ordenador



Era el ordenador más potente que jamás se había construido. Presentaba sistemas de cómputo en paralelo con unas capacidades de cálculo inimaginables.


Comenzaron a introducirle datos, en tiempo real, en el año 2020 y, desde entonces, sus discos de memoria, sus circuitos integrados y los modelos matemáticos que utilizaba se fueron incrementando y perfeccionando de forma exponencial.

Desde cada una de las estaciones meteorológicas y boyas oceánicas del mundo, le llegaban  datos informándole del estado atmosférico y de los mares de todo el globo. Recibía informaciones continuas de una pléyade de satélites artificiales que medían y registraban al segundo los desplazamientos de borrascas y huracanes. De esta manera, las previsiones meteorológicas que elaboraba presentaban una fiabilidad cercana al cien por cien.





Del mismo modo, se le enviaban todos los informes de las estaciones sismológicas repartidas por los cinco continentes y las proporcionadas por los sensores situados sobre la corteza oceánica.


Analizaba cada uno de los valores en bolsa, de metales y piedras preciosas, así como las fluctuaciones en el precio de combustibles y materias primas. Recibía los balances económicos de los países del mundo, pronosticando lo que iba a ocurrir con meses o años de antelación y aconsejaba a los organismos internacionales para que tomaran las medidas pertinentes. Así se evitaban desabastecimientos de cualquier producto necesario o conflictos sociales.

 


Los departamentos sanitarios estatales le enviaban informes sobre la incidencia de cualquier tipo de enfermedad, principalmente de aquellas con carácter contagioso. Así se impedía la aparición de epidemias o que determinado hábito de consumo provocara la aparición de dolencias crónicas.


Con este ordenador se había conseguido que el terremoto de grado nueve, que afectó a la ciudad de Los Ángeles en el año 2050, no causara más que unos mínimos daños materiales. La computadora había vaticinado el año, mes y día en que iba a ocurrir y las autoridades tomaron las medidas oportunas guiados, en todo momento, por las indicaciones dadas por la máquina.

También acertó cuando predijo la llegada del invierno más frío que se recuerda, ocurrido en el año 2062. El desalojo y evacuación de millones de personas, residentes en zonas de riesgo,  se saldó con un mínimo número de víctimas, causadas sobre todo por accidentes de tráfico ocurridos durante su traslado.

 
 


La mayoría de las decisiones e indicaciones dadas por el superordenador, tomadas después de evaluar y contrastar infinidad de datos, no podían ser confirmadas o ratificadas por ningún científico o comité de expertos, ya que los cálculos de la máquina requerirían de años para su comprobación.


A veces, sus recomendaciones, parecían contrarias al sentido común y carentes de cualquier tipo de lógica. Pero la comunidad científica, los gobernantes y las autoridades económicas las seguían al pie de la letra.

Como aquella vez, en el año 2048, cuando ordenó talar una franja inmensa de la selva amazónica. Nadie entendía el significado de dicha medida hasta que apareció el horrible incendio, ese mismo año, que sólo pudo ser sofocado gracias a la deforestación realizada previamente.

Ningún gobernante cuestionaba sus decisiones y el mundo entero se prestaba a ejecutarlas con la mayor prontitud. Hasta ayer.

Ayer el ordenador informó que era necesario empezar a sacrificar a grupos de humanos. Decía que el futuro del planeta se podría complicar en muchos aspectos si no se eliminaba, en un acto rodeado de cierta solemnidad, a cien humanos jóvenes.



Benno von Archimboldi: “Cálculo y poder.”

domingo, 12 de febrero de 2012

A praia do Con



"Atopábase no peirao adxacente á praia dos Cons, xusto na punta, onde o faro vermello e branco repintado centos de veces se ergue sobre unha pequena explanada deserta do rompente de pedra e algas creado para frear o condenado vento do suroeste, lugar de bicos de noivos en coches embafados nas noites de inverno. O día era brillante e puro, límpido ata a dor, un día de verán. A súa idade fantástica era duns quince anos e levaba como única indumentaria un pantalón azul mariño curto, preparado para o baño. Atopábase de pé, sentindo o seu corpo cheo dunha forza e vigor potentes, sendo consciente do seu perfecto estado físico. Permanecía inmóbil mirando o mar e notando que o tempo non transcorría coma sempre, de forma pesada e monótona, non, ese día o tempo fluía, coa mesma facilidade e mestría coa que as gaivotas que, planeando, domaban a brisa calorosa adornando o ceo intensamente índigo." (...)


"Non tiña medo, nin da altura á que se encontraba nin do outrora fero mar, limitábase a observar o admirable espectáculo que se lle presentaba: a paisaxe verde e frondosa dos montes de suaves curvas, a transparencia das augas das praias douradas, o faro brillando de blanco no medio do azul, os bloques de bateas aliñadas no medio da ría, as sombras que as nubes algodoadas proxectaban sobre os conxuntos de casas da vila. Todo era perfección e placidez."




Juan Parcero : “Sangue no ollo”