martes, 25 de diciembre de 2018

Cuatro solcialistas




“Por extraordinario, estaba la mar como una balsa de aceite. Las olas, de un verde vítreo alrededor de la embarcación, eran, a lo lejos, bajo los rayos del sol, una sábana azul, tersa y sin límites. La hélice del vaporcillo batía el agua con rapidez, alzando, entre olores de salitre, espuma bullente y rumorosa.
De los pasajeros que se habían embarcado en Cádiz con rumbo a las africanas costas, cuatro, agrupados en la popa, conversaban. No se ha visto cosa más heterogénea que las cataduras de los cuatro. Uno era membrudo y rechoncho, y a pesar de vestir la holgada blusa del obrero, a tiro de ballesta se le conocía ser de aquellos del brazo de hierro y de la mano airada, y que había de caerle bien a su tipo majo el marsellés y el zapato vaquerizo. Gastaba aborrascadas patillas negras, y chupaba un puro grueso y apestoso. El otro, caballero por su ropa, y por sus trazas, era alto y descolorido, de cara inteligente y seria; sus ojos miopes, fatigados, de rojizo y lacio párpado, los amparaban lentes de oro. El tercero era un viejecito, tan viejecito, que le temblaba la barba al hablar, y la falta de diente le sumía la boca debajo de la nariz; y si no mentía el burdo sayalote negruzco, el manto de la misma tela y color, con cruz roja, el cordón de triple nudo y las sandalias, pertenecía a alguno de los numerosos colegios de Misioneros Franciscanos establecidos en el litoral de África. El cuarto…, es decir, la cuarta, llevaba el desarirado hábito de las Hermanitas de los Pobres; era joven, coloradilla, de cara inocentona y alegre, parecida a la de ciertas efigies de palo que se ven en los templos de aldea. El obrero estaba sentado sobre un fardo, con las piernas muy esparrancadas; los demás, de pie, reclinados en la borda.




—Pues na, que el hombre se cansa de vivir a la sombra y aguantando mal quereres —gruñía el de la blusa, ceceando y escupiendo de costado—. O ha de ser un borreguiyo que diga amén a cuanto se le antoje al patrón, y se deje chupar la sangre toda, o ya sa fastidiao. Y aluego le cuelgan a usté el sambenito; que levanta usté de cascos a los demás, y que donde está usté se armó la gresca. Porque me vieron en un mitin, ya too Dios que se desmandaba tenía yo la culpa. Porque un día cae una pelotera cerilla…, un descuido…, en el almacén, y se alsa una llamará que se quería tragar la fábrica…, ¿quién había de ser? Curro, y aposta. Yasté ve que… fumando.
—Pues mucho cuidadito —respondió el de los lentes— con que en el gran establecimiento agrícola industrial en que le daré a usted trabajo caiga cerilla ninguna… ¿eh? Porque yo tengo tan malas pulgas como los patronos.
—Y es la fija; toos los burgueses, idénticos —declaró el obrero con voz opaca y sombrío mirar.
—No soy burgúes —repuso con imperceptible desdén el aludido—. Mi padre hacía zapatos en Écija. A fuerza de privaciones me dio carrera. Seguí la de ingeniero mecánico. No poseo un céntimo de capital; sólo tengo mi cabeza y mi corazón. Paso al África a dirigir en parte una empresa que se funda con dinero inglés y brazos españoles, a competencia con las industrias francesas, que son allí las boyantes. Estaré al frente de los talleres. Se me ha dado carta blanca, y podré aplicar las nuevas y humanitarias ideas sociológicas relativas a la vida fabril. Bajo mi dirección no habrá explotados. Se amparará a la mujer y al niño. Se ensayará la cooperación. Moralidad, equidad, justicia. Si no, dejo el puesto. Pero… ¡al que me revuelva el cotarro…, sin escrúpulo ninguno, y como a un lobo rabioso…, le salto la tapa de los sesos! Usted verá si le trae cuenta entrar en mis talleres.




Habíase puesto en pie el obrero, y en sus morenas facciones y por su frente de bronce, expuesta al sol, corrían como olas encrespadas arrugas profundas, surcos de odio. Su mano se crispó en la cintura, señalando bajo la blusa el relieve de la ancha navaja cabritera. Mas de pronto, y sin transición, con la movilidad del meridional, adoptó expresión halagüeña, melosa, casi humilde y dirigiéndose al franciscano y a la hermanita más que al de los lentes, exclamó:
—¡Pues no que no entraría! Clavos timoneros soy capaz de arrancar con los dientes pa enviar algo de parné a la mujer y a los chiquititiyos. El corazón traigo como una lenteja, de que se me queden allá hambreando, después de tantas crujidas y tantas necesidades como aguantaron ya en este pinturero mundo. En especial la gurruminiya de once meses me la llevaría yo, si pudiera, en los hombros, como San Cristóbal, y le daría yo tortas de almíbar amasás con mi sangre. ¡Por éstas!
Y al besar la cruz de los dedos, una lágrima asomó repentinamente a los lagrimales del anarquista incendiario.
—¡Válganos la Virgen Santísima, qué desgracias hay en la tierra! —exclamó la hermanita con simpatía profunda.
—Eso está muy bien —pronunció con calma el ingeniero—. Quiera usted mucho a sus chicos, y trabaje para ellos, y no se ladee, y le irá mejor. De los atentados y los crímenes no nace la justicia social. ¿A que el padre está conforme? —añadió, dirigiéndose al franciscano.
—Entiendo poco de estas novedades de ahora —contestó el fraile afablemente, en su voz cascada y lenta—. Yo, con decir misa, confesar y obedecer… Lo único que sé es que nosotros, desde hace quinientos años, vivimos bajo el sistema de la comunidad de bienes. Por nosotros, aunque todo se repartiera… Ya ve usted: no podemos poseer ni el valor de un céntimo; no somos propietarios ni aun del sayal que nos cubre. Si usted me pregunta sobre eso, de que tanto se habla del socialismo…, un pobrecito fraile como yo, lo único que opina es que los ricos, por su propia conveniencia y para ganar el cielo, deben ablandarse de entrañas y dar mucha limosna…, y los pobres ser resignados y laboriosos, porque dice el Evangelio que pobres siempre los habrá en el mundo, siempre…





—Bonito conzuelo e tripaz —gruñó el anarquista.
—¿Qué hizo nuestro santo patriarca? —prosiguió el viejecito con una llama de entusiasmo en las pupilas—. Dio cuanto tenía a los pobres… No quiso propiedad, no quiso dinero, porque la codicia es la que estraga el corazón… Nos descalzó, nos mandó pedir limosna… Quiso que todos fuésemos iguales, sin vanidades ni distinciones ni soberbias tontas, que se han de acabar en el sepulcro… ¿Hablan de nivelación social? Me parece que para nivelados… Que lo diga aquí la hermanita; es cosa muy buena el ser libre y pobre; el dar de puntapiés, así, como la sandalia, al mundo y a las riquezas malditas.
—¡Ay padre! —respondió la simplona—. Ya que pregunta a servidora… si no me regaña…, le diré mi parecer. No soy como usted. Soy muy codiciosa. ¡Vaya si me gustaría que se repartiesen tantos millones como andan por ahí mal empleados! Cogería servidora un par de cientos de milloncitos… y ¡anda con ella!
—¡Hermana Belén! —advirtió severamente el fraile.
—¡Pero, padre Salvador!, usted es un santo, y como un santo, ni ve, ni oye, ni entiende. ¿Ha estado en Madrid, en alguno de esos palacios tan atroces? Servidora, sí…, que me llevó la mujer del cochero a ver las cuadras de aquel grandísimo que está junto a Recoletos…, antes de la Castellana. ¡Padre del alma! Hasta espejos y fuentes, y pilas de mármol blanco, y alfombras tenían los caballos allí. ¡Y nuestros ancianitos sin mantas con que abrigarse en el invierno, arrecidos, tiritando! ¡Y los niños, ángeles míos, traspillados de miseria! No me llame tonta…; yo sé lo que me digo… Había un perrito de la señora marquesa, que me lo trajeron en un cesto acolchado de raso, y era un bicho horrible…, con unos pelos…, una rata me pareció, tanto, que servidora pegó un chillido, así: «¡Huy!». Pues el perro había costado allá en Inglaterra cinco mil pesetas… ¿Usted lo oye, padre? Cinco mil… Con cinco mil pesetas se echan los cimientos del asilo para los ancianos… ¡Y al avechucho aquél me lo lavaban con jabón y agua de olor todos los días!… ¡Que si quiero reparto!
La carita de madera se había transfigurado; una ráfaga de pasión hacía brillar los ojos, fruncirse las cejas, palidecer las mejillas y dilatarse la nariz redonda.
—Si no fuera tan sencilla como es, hermana Belén, ahora merecería una peluca gorda —contestó el fraile—. Baje, baje a la cámara a ver cómo sigue del mareo la compañera.
La monjita obedeció, cruzando las manos, y echó a andar, sonándole las cuentas del rosario cuando bajaba la escalera. El vapor volaba, como si le animase la proximidad de la costa.
A lo lejos se divisaba ya el faro de Tánger.”


Emilia Pardo Bazán: “Cuentos completos”

lunes, 29 de octubre de 2018

Misioneros



“—Algunas veces la señora Davidson y yo nos mirábamos, y las lágrimas nos corrían por el rostro.
Trabajábamos sin cesar, día y noche, y no parecíamos avanzar nada. No sé qué habría hecho sin ella entonces. Cuando sentía mi corazón oprimido, cuando estaba casi desesperado, ella me daba valor y esperanzas.
La señora Davidson miró su labor, y un ligero rubor apareció en sus mejillas. Sus manos temblaban un poco. No parecía sentirse capaz de hablar.
—No teníamos a nadie que nos ayudara. Estábamos solos, a miles de millas de personas de nuestra raza, rodeados por las tinieblas.
Cuando me sentía roto y cansado, ella dejaba a un lado su labor, tomaba la Biblia y me leía hasta que volvía la paz y se cernía sobre mí como el sueño sobre los párpados de un niño, y cuando por fin cerraba el libro, me decía: «Los salvaremos a pesar de sí mismos». Y yo me sentía otra vez fuerte en el Señor, y contestaba: «Sí, con la ayuda de Dios, los salvaré. Debo salvarlos». Se acercó a la mesa y permaneció inmóvil frente a ella, como si fuera un púlpito.






—Ve usted, eran tan depravados por naturaleza, que no podían comprender su maldad. Tuvimos que censurar todo lo que ellos pensaban que eran actos naturales. Tuvimos que convertir en pecado no sólo cometer adulterio, mentir y robar, sino también exponer sus cuerpos, bailar y no venir a la iglesia.
Convertí en pecado el que una muchacha mostrara su pecho y que un hombre no llevara pantalones.
—¿Cómo? —preguntó el doctor Macphail, sorprendido.
—Instituí multas. Es evidente que la única forma de hacer comprender a la gente lo pecaminoso de un acto es castigándola si lo cometen. Los multé si no venían a la iglesia, si bailaban y si no se vestían con decencia. Fijé una tarifa, y todo pecado tenía que pagarse, ya fuera en dinero o en trabajo. Por fin les hice comprender.
—Pero ¿nunca rehusaron pagar?
—¿Cómo habrían podido negarse? —preguntó el misionero.
—Tendría que ser un hombre muy valiente el que se atreviera a hacer frente al señor Davidson —dijo su esposa, apretando los labios.
El doctor Macphail miró a Davidson con ojos turbados. Lo que oyó le dejó confundido, aunque no se atrevió a manifestar su desaprobación.






—Usted debe recordar que, como último recurso, yo podía expulsarlos de la hermandad de la Iglesia.
—¿Les importaba mucho eso? Davidson sonrió, frotándose las manos suavemente.
—No podrían vender su copra.
Cuando los hombres salían de pesca, no obtenían su parte. Era algo parecido a morirse de hambre. Sí, les importaba bastante.
—Cuéntele el caso de Fred Ohlson —dijo la señora Davidson.
—Fred Ohlson era un comerciante danés que había estado en esas islas durante muchos años.
Era un hombre muy rico, para ser comerciante, y no se sintió muy satisfecho cuando llegué. Ve usted, hasta entonces había hecho su voluntad en todo. Les pagaba su copra a los nativos cuando quería, y les pagaba en provisiones y whisky. Tenía una esposa nativa, pero le era completamente infiel.
Era un borracho. Le ofrecí una oportunidad de enmendarse, pero no la aceptó.
Se rió de mí.
Davidson pronunció esas últimas palabras con profunda voz de bajo, y permaneció callado unos instantes. El silencio parecía lleno de amenazas.
—En dos años, era un hombre arruinado. Perdió todo lo que había ganado en un cuarto de siglo.
Lo arruiné, y por fin se vio obligado a dirigirse a mi como un mendigo, rogándome que le consiguiera un pasaje a Sydney.
—Me habría gustado que usted hubiera podido verle cuando vino a ver al señor Davidson —dijo la esposa del misionero—. Había sido un hombre robusto y fuerte, muy gordo y con una voz potente; pero ahora parecía reducido a la mitad de su tamaño y temblaba entero.
Repentinamente se había convertido en un anciano.”

William Somerset Maugham: "Los mejores relatos cortos".

miércoles, 9 de mayo de 2018

Contos do Ghran Sol



“--¡Pero eu si que estuven, “broder”! –anunciou Suso--. Cando andaba ó espada.
--¡Bueno, bueno, bueno...! –Exclamou Carlos, case relambéndose--. ¿En que porto foi iso? ¿Non sería en Valvis?
--¡Alí mesmo!
--Xa, ó espada... ¿E desde cando van os barcos do espada a Valvis? ¡Aló namais que van barcos da merlusa! ¡Trampón!
--¿¡Como é !? ¿Trampón de que? ¡Me cagho na cona que te botou!... Pescabamos daquela en Chile e entramos en Valvis para faser víveres. ¿Váleche así? –defendeuse un encolerizado Suso.
--¿Que carallo iades entrar en Valvis, se Chile está no Pasífico, apampanao? ¡Valvis está no Atlántico!
--¡Non tal !
--¡Si tal !
--¿Logho, Chile non é o Atlántico?
--¡Non é, non!
--Pois nós pescabamos por Chile e máis por Dakar e Abellán e houbo un día que entramos en Valvis.
--Pero, vamos a ver, compañeiro... ¡Que barbarismos dis! –faloulle Carlos, armándose de paciencia--. Por aquelas terras, ¿a xente era branca ou era neghra?
--Era neghra toda.
--Pois, daquela, non estabades pescando en Chile, que estabades pescando en África.
--En Chile, logho, ¿non son neghros?




--En Chile non son neghros –contestoulle, deixando escapar un bufido--. Aquilo tiña que ser África.
--Pois sería... ¡Pero eu estuven en Valvis!
--Sempre pensei que eras un trampón e un mentireiro, pero aghora doume conta que o único que tes é inoransia.
--¡¡¡Pa chamarme a min inorante tiñas tempo, eh!!! –berrou irado o de Aguiño--. Non sei se aquilo era Atlántico ou Pasífico, se era Chile ou era A China ou a cona da Virxe... Pero o sitio no que eu desembarquín chamábano Valvis e había neghros coma a brosa.
--Non creo nada, pero bueno, dálle avante. Se namais que íades faser víveres... ¿como foi que acabaches na cadea?
--¡Iso si que tuvo ghrasia!  ¡Mi madriña do Carme! –contestoulle sen poder evitar unha gargallada--. De tres noites que botín en terra, unha pasina no cársere e outra pasina no hospital. ¡Mi madriña do Carme!
--¡Xa vai larghar unha das súas! –dixo Carlos, levándose as mans á cabeza.
--Namais cheghar, veu a bordo unha inspesión de neghros das aduanas pa faser o rexistro e, a pesar que truemos todo o prohibido pó sello, levantaron a colchoneta do meu catre e...
--¡Un quilo de farlopa! –berrou Carlos.
--¡Eu non tomo droghas, anormal!... Encontraronme a PLAY BOY.
--¿Vasme disir que te mandaron á cadea por unha revista de putas?




--Por unha revista... e outro calendario que tiña na carteira cunha porca en tetas. Alí todo iso do sexo está prohibidísimo. O Costa espicoteou en inghlés con eles para mirar se me deixaban, pero claro, como non lles arriou cartos... metéronme nunha furghoneta que tiña unha xaula na popa, como se fora Copito de Nieve, e leváronme con eles. Alí, na cadea –que eu pensín xa que me levaban pó soológhico--, incautáronme o material e paghín unha multa de sen dólares. Eu caghinme na virxe porque, á parte da multa, ata o día seghinte non puido vir o Costa a buscarme. Así pasín a primeira noite, preso, sen baixar nin sequera a terra.
--¿Pero non eras ti o que non nesesitaba das revistas? –continuou atacándoo Carlos--. ¿Non disías que eras todo imaxinasión?
--E é así. Case non miro pas fotos; o que me pon cachondo é a letra. Ler non fai mal a nadie... ¿ou fai?
--¡Miña xoia...! –exclamou Carlos simulando unha profunda compaixón--... O meniño taba aprendendo as letras cunha revista porno pa sacar o ghraduado escolare... ¡Que bo é! ¡Que ben nos enghana!
--¿E dispois de explicárllelo ós polisías, non chas devolveron, Llou? –preguntou Lito, abrindo outra liña na fronte de batalla.
--¡Pero deixade rematar ó chaval! --Protestou Selo--. Ides faser que marche pó camarote e acabouse a diversión. ¿E a noite do hospital como foi?




--Esa foi a noite dispois de que me deixaran libre. ¡Mi madriña do Carme! ¡Menuda collemos! Fomos a dar un raite pola siudá e acabamos no XANADÚ, unha discoteca que non está lonxe do porto... ¡Mi madriña do Carme, que pelotaso collemos! Foi tal a que armamos que, ó pouco de entrar, non nos quixeron servir xa máis ghuisqui e, ás dúas horas, xa nos largharan dunha patada no cu pa fóra. Aínda así, borrachiños como estabamos, nós erre que erre que queriamos beber máis e máis; un mirou un deses súperes que non pechan en toda a noite... e alí fomos comprar un par de botellas. Alcohol non se miraba, alcohol do bo, refírome: ghuisqui, vodka, xinebra... diso nada. O único que había era desa bebeduría fedorenta de licor de coco: o MALIBÚ. ¡Hostias! A min non me laiquea, pero non habendo outra cousa... ¡Mi madriña do Carme! Empesamos a pifar seghido da botella a morro; un pasáballa ó outro... e ata había un que disía que taba bo e todo. ¡Mira como estaríamos! !Que pámpanos! Pero eu notinlle un aquel raro, quedábache un sabor na boca así... Non sei. E arriaba un cheiro. Cando me chegha de novo a botella, branquiña toda ela, coas súas palmeiriñas na etiqueta e todo, e a miro ben de serca pa ler as letras... ¡Mi madriña do Carme!... ¡Champú de coco! Fóisenos a borrachera de inmediato, paramos un taxi e saímos ghaseados pó hospital. ¡Toda a noite botín alí cheíño de tuberías, faséndome lavados! ¡Mecaghiná! ¡Que mal o pasín!”

Barros, Jacobo: “Os ausentes de Casteltón”