“Por extraordinario, estaba la mar
como una balsa de aceite. Las olas, de un verde vítreo alrededor de la
embarcación, eran, a lo lejos, bajo los rayos del sol, una sábana azul, tersa y
sin límites. La hélice del vaporcillo batía el agua con rapidez, alzando, entre
olores de salitre, espuma bullente y rumorosa.
De los
pasajeros que se habían embarcado en Cádiz con rumbo a las africanas costas,
cuatro, agrupados en la popa, conversaban. No se ha visto cosa más heterogénea
que las cataduras de los cuatro. Uno era membrudo y rechoncho, y a pesar de
vestir la holgada blusa del obrero, a tiro de ballesta se le conocía ser de
aquellos del brazo de hierro y de la mano airada, y que había de caerle bien a
su tipo majo el marsellés y el zapato vaquerizo. Gastaba aborrascadas patillas
negras, y chupaba un puro grueso y apestoso. El otro, caballero por su ropa, y
por sus trazas, era alto y descolorido, de cara inteligente y seria; sus ojos
miopes, fatigados, de rojizo y lacio párpado, los amparaban lentes de oro. El
tercero era un viejecito, tan viejecito, que le temblaba la barba al hablar, y
la falta de diente le sumía la boca debajo de la nariz; y si no mentía el burdo
sayalote negruzco, el manto de la misma tela y color, con cruz roja, el cordón
de triple nudo y las sandalias, pertenecía a alguno de los numerosos colegios
de Misioneros Franciscanos establecidos en el litoral de África. El cuarto…, es
decir, la cuarta, llevaba el desarirado hábito de las Hermanitas de los Pobres;
era joven, coloradilla, de cara inocentona y alegre, parecida a la de ciertas
efigies de palo que se ven en los templos de aldea. El obrero estaba sentado
sobre un fardo, con las piernas muy esparrancadas; los demás, de pie,
reclinados en la borda.
—Pues na,
que el hombre se cansa de vivir a la sombra y aguantando mal quereres —gruñía
el de la blusa, ceceando y escupiendo de costado—. O ha de ser un borreguiyo
que diga amén a cuanto se le antoje al patrón, y se deje chupar la sangre toda,
o ya sa fastidiao. Y aluego le cuelgan a usté el sambenito; que levanta usté de
cascos a los demás, y que donde está usté se armó la gresca. Porque me vieron
en un mitin, ya too Dios que se desmandaba tenía yo la culpa. Porque un día cae
una pelotera cerilla…, un descuido…, en el almacén, y se alsa una llamará que
se quería tragar la fábrica…, ¿quién había de ser? Curro, y aposta. Yasté ve
que… fumando.
—Pues mucho
cuidadito —respondió el de los lentes— con que en el gran establecimiento
agrícola industrial en que le daré a usted trabajo caiga cerilla ninguna… ¿eh?
Porque yo tengo tan malas pulgas como los patronos.
—Y es la
fija; toos los burgueses, idénticos —declaró el obrero con voz opaca y sombrío
mirar.
—No soy
burgúes —repuso con imperceptible desdén el aludido—. Mi padre hacía zapatos en
Écija. A fuerza de privaciones me dio carrera. Seguí la de ingeniero mecánico.
No poseo un céntimo de capital; sólo tengo mi cabeza y mi corazón. Paso al
África a dirigir en parte una empresa que se funda con dinero inglés y brazos
españoles, a competencia con las industrias francesas, que son allí las
boyantes. Estaré al frente de los talleres. Se me ha dado carta blanca, y podré
aplicar las nuevas y humanitarias ideas sociológicas relativas a la vida
fabril. Bajo mi dirección no habrá explotados. Se amparará a la mujer y al
niño. Se ensayará la cooperación. Moralidad, equidad, justicia. Si no, dejo el
puesto. Pero… ¡al que me revuelva el cotarro…, sin escrúpulo ninguno, y como a
un lobo rabioso…, le salto la tapa de los sesos! Usted verá si le trae cuenta
entrar en mis talleres.
Habíase
puesto en pie el obrero, y en sus morenas facciones y por su frente de bronce,
expuesta al sol, corrían como olas encrespadas arrugas profundas, surcos de
odio. Su mano se crispó en la cintura, señalando bajo la blusa el relieve de la
ancha navaja cabritera. Mas de pronto, y sin transición, con la movilidad del
meridional, adoptó expresión halagüeña, melosa, casi humilde y dirigiéndose al
franciscano y a la hermanita más que al de los lentes, exclamó:
—¡Pues no
que no entraría! Clavos timoneros soy capaz de arrancar con los dientes pa
enviar algo de parné a la mujer y a los chiquititiyos. El corazón traigo como
una lenteja, de que se me queden allá hambreando, después de tantas crujidas y
tantas necesidades como aguantaron ya en este pinturero mundo. En especial la
gurruminiya de once meses me la llevaría yo, si pudiera, en los hombros, como
San Cristóbal, y le daría yo tortas de almíbar amasás con mi sangre. ¡Por
éstas!
Y al besar
la cruz de los dedos, una lágrima asomó repentinamente a los lagrimales del
anarquista incendiario.
—¡Válganos
la Virgen Santísima, qué desgracias hay en la tierra! —exclamó la hermanita con
simpatía profunda.
—Eso está
muy bien —pronunció con calma el ingeniero—. Quiera usted mucho a sus chicos, y
trabaje para ellos, y no se ladee, y le irá mejor. De los atentados y los
crímenes no nace la justicia social. ¿A que el padre está conforme? —añadió,
dirigiéndose al franciscano.
—Entiendo
poco de estas novedades de ahora —contestó el fraile afablemente, en su voz
cascada y lenta—. Yo, con decir misa, confesar y obedecer… Lo único que sé es
que nosotros, desde hace quinientos años, vivimos bajo el sistema de la
comunidad de bienes. Por nosotros, aunque todo se repartiera… Ya ve usted: no
podemos poseer ni el valor de un céntimo; no somos propietarios ni aun del
sayal que nos cubre. Si usted me pregunta sobre eso, de que tanto se habla del
socialismo…, un pobrecito fraile como yo, lo único que opina es que los ricos,
por su propia conveniencia y para ganar el cielo, deben ablandarse de entrañas
y dar mucha limosna…, y los pobres ser resignados y laboriosos, porque dice el
Evangelio que pobres siempre los habrá en el mundo, siempre…
—Bonito
conzuelo e tripaz —gruñó el anarquista.
—¿Qué hizo
nuestro santo patriarca? —prosiguió el viejecito con una llama de entusiasmo en
las pupilas—. Dio cuanto tenía a los pobres… No quiso propiedad, no quiso
dinero, porque la codicia es la que estraga el corazón… Nos descalzó, nos mandó
pedir limosna… Quiso que todos fuésemos iguales, sin vanidades ni distinciones
ni soberbias tontas, que se han de acabar en el sepulcro… ¿Hablan de nivelación
social? Me parece que para nivelados… Que lo diga aquí la hermanita; es cosa
muy buena el ser libre y pobre; el dar de puntapiés, así, como la sandalia, al
mundo y a las riquezas malditas.
—¡Ay padre!
—respondió la simplona—. Ya que pregunta a servidora… si no me regaña…, le diré
mi parecer. No soy como usted. Soy muy codiciosa. ¡Vaya si me gustaría que se
repartiesen tantos millones como andan por ahí mal empleados! Cogería servidora
un par de cientos de milloncitos… y ¡anda con ella!
—¡Hermana
Belén! —advirtió severamente el fraile.
—¡Pero,
padre Salvador!, usted es un santo, y como un santo, ni ve, ni oye, ni
entiende. ¿Ha estado en Madrid, en alguno de esos palacios tan atroces?
Servidora, sí…, que me llevó la mujer del cochero a ver las cuadras de aquel
grandísimo que está junto a Recoletos…, antes de la Castellana. ¡Padre del
alma! Hasta espejos y fuentes, y pilas de mármol blanco, y alfombras tenían los
caballos allí. ¡Y nuestros ancianitos sin mantas con que abrigarse en el
invierno, arrecidos, tiritando! ¡Y los niños, ángeles míos, traspillados de
miseria! No me llame tonta…; yo sé lo que me digo… Había un perrito de la
señora marquesa, que me lo trajeron en un cesto acolchado de raso, y era un
bicho horrible…, con unos pelos…, una rata me pareció, tanto, que servidora
pegó un chillido, así: «¡Huy!». Pues el perro había costado allá en Inglaterra
cinco mil pesetas… ¿Usted lo oye, padre? Cinco mil… Con cinco mil pesetas se
echan los cimientos del asilo para los ancianos… ¡Y al avechucho aquél me lo
lavaban con jabón y agua de olor todos los días!… ¡Que si quiero reparto!
La carita de
madera se había transfigurado; una ráfaga de pasión hacía brillar los ojos,
fruncirse las cejas, palidecer las mejillas y dilatarse la nariz redonda.
—Si no fuera
tan sencilla como es, hermana Belén, ahora merecería una peluca gorda —contestó
el fraile—. Baje, baje a la cámara a ver cómo sigue del mareo la compañera.
La monjita
obedeció, cruzando las manos, y echó a andar, sonándole las cuentas del rosario
cuando bajaba la escalera. El vapor volaba, como si le animase la proximidad de
la costa.
A lo lejos
se divisaba ya el faro de Tánger.”
Emilia Pardo
Bazán: “Cuentos completos”