"Desde el
punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, el monacato está
condenado.
Los
monasterios, cuando abundan en una nación, son nudos en la circulación,
instituciones que estorban, centro de pereza en los lugares en que se precisan
centros de trabajo. Las comunidades monásticas son a la gran comunidad social
lo que el muérdago al roble, lo que la verruga al cuerpo humano. Su prosperidad
y su robustez son el empobrecimiento del país. El régimen monástico, provechoso
cuando empiezan las civilizaciones, útil para que lo espiritual empiece a
mermar la brutalidad, es malo para la virilidad de los pueblos. Además, cuando
se relaja y entra en su etapa de desgobierno, como sigue sirviendo de ejemplo,
se convierte en malo por las mismas razones que lo hacían salutífero en su
período de pureza.
Ha pasado el
tiempo de las clausuras. Los claustros, útiles para la primera educación de la
civilización moderna, estorban su crecimiento y perjudican su desarrollo. En
tanto en cuanto instituciones y herramienta de formación del hombre, los
monasterios, buenos en el siglo X,
discutibles en el siglo XV, son infames en el siglo XIX. La lepra monástica carcomió casi hasta el esqueleto
a dos naciones admirables, Italia y España, aquélla la luz y ésta el esplendor
de Europa durante siglos; y, en los tiempos que corren, esos dos ilustres
pueblos no están empezando a mejorar más que gracias a la sana y vigorosa
higiene de 1789.
El convento,
el antiguo convento de mujeres, sobre todo, tal y como lo vemos aún en los
umbrales de este siglo en Italia, en Austria, en España, es una de las
plasmaciones más sombrías de la Edad Media. El claustro, ese claustro, es el
punto de intersección de los espantos. El claustro católico propiamente dicho está
repleto de la irradiación negra de la muerte.
El convento
español, sobre todo, es fúnebre. Allí dentro se alzan en la oscuridad, bajo
bóvedas colmadas de brumas, bajo cúpulas inconcretas de tan sombrías, macizos
altares babélicos, elevados como catedrales; allí cuelgan de cadenas, entre las
tinieblas inmensas, crucifijos blancos; allí se brindan, desnudos sobre el
ébano, enormes Cristos de marfil, más que ensangrentados, sanguinolentos; son
repulsivos y espléndidos, por los codos les asoman los huesos, por las rótulas
les asoman los tegumentos, por las llagas asoma la carne; los coronan espinas
de plata, los clavan clavos de oro, llevan gotas de sangre de rubíes en la
frente y lágrimas de brillantes en los ojos.
Los brillantes y los rubíes parecen húmedos y
hacen llorar, abajo, en la sombra, a criaturas envueltas en velos, con los
costados heridos por el cilicio y por el látigo de puntas de hierro, con pechos
que aplastan unos zarzos de mimbre, con rodillas que la oración despelleja;
unas mujeres que se creen esposas, unos espectros que se creen serafines.
¿Estas mujeres piensan? No. ¿Tienen voluntad? No. ¿Aman? No. ¿Viven? No. Los
nervios se les han vuelto huesos; los huesos se les han vuelto piedras. El velo
que llevan es noche tejida. El hálito, bajo el velo, parece a saber qué
respiración trágica de la muerte. La abadesa, una larva, las santifica y las
aterroriza. Ahí está, montaraz, lo inmaculado. Así son los antiguos monasterios
de España. Guaridas de la devoción terrible; antros de vírgenes; lugares feroces."
Víctor Hugo: "Los Miserables".
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