“Pero volvamos a él que, por el año que comienza esta relación, 1696, fue nombrado virrey de Nueva España, continuando un gallego en tan importante cargo, pues le habían antecedido otro Sarmiento, como su familiar el conde de Salvatierra y don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, como visorrey de Perú.
A nadie en la corte extrañó su nombramiento pues otros cargos de relumbrón ya había mantenido y nunca los había resignado, antes bien, el siguiente siempre fue mayor que el anterior y por no fatigar más el papel no los enumeraré, no siendo los menores los de gran limosnero real y gentilhombre de cámara de aquel desgraciado monarca Carlos II, al que por burla llamaban Carolus Rex, como a su tatarabuelo, el César Carlos. Más de una y dos veces debió mi amo atacar la real pretina y contaba que solo el recuerdo ilustre de otros antepasados le hacía olvidar su miserable presente: allí se le representaba el emperador y el gran Filipo II y tantos gestos nobles y galantes frente a la innoble pepla, mojada y minúscula; en fin, reverencia, que obviaré tales episodios para deciros que don José Sarmiento había matrimoniado con la tercera condesa de Moctezuma y Joffre, doña Mercedes Luisa, última descendiente del linaje del emperador azteca y la primera mestiza y virreina de México, aunque a ella hasta su muerte le gustó llamarse reina. Tenía esa manía. No era bella, pero sí linajuda y a mi señor la vieja sangre de don García el Chivo le seguía pidiendo reconocimiento, nobleza y poder. Además el matrimonio era puerta para otras mercedes mayores y el virreinato de México se imponía por apellido. Después la buena señora se moriría de sobreparto y la duquesa de Sesa, doña María Andrea de Guzmán, nieta de virreyes en Nueva España, casaría con mi amo; era señora de pujos de grandeza y gran rezadora, afición que poco interesaba a mi amo más entregado a asuntos mundanos y muy mundanos…
Fueron tiempos menguados los amenes del pasado siglo para nuestras tierras de Nueva España, pero mi amo gobernó con mano más bien pesada aquellos siempre indómitos reinos. No tuvo un buen comienzo en su estadía, pues llegado a Ciudad de México se cayó del caballo cuando hacía su entrada triunfal y fue la rechifla de toda la concurrencia; se leyó como señal de mala suerte el lance, pero mi amo el conde llevaba al pecho una higa gallega que le protegía de todo mal y se juró que en los tres años que durara el mandato no pasaría ni un solo día sin cumplir su voto: sangrar a impuestos a todos aquellos que ahora se reían, desde el más alto noble hasta el más ínfimo hidalgo y aquellos indios bisojos que se burlaban del gachupín también tendrían su ración de tralla hasta que acopiara tanto oro como tenía el tesoro de su antecesor, el emperador Moctezuma, y con el sobrante llegaría para herrar, estribar y enjaezar al cabrón de caballo que le había derribado y a todas las monturas de su guardia personal. A fe que lo cumplió con creces, pues un hombre de su garabato no merecía acabar por los suelos el primer día.
Era el conde mi amo enemigo de pelucas y siempre aparecía vestido a la antigua con la melena gris partida, nazarena, bigote engomado y perilla a la portuguesa. Traje negro ajustado y cuello blanco de degollado, esto es, amplio y almidonado, que parecía plato con cabeza como san Juan Bautista, ropilla negra y fuerte pantorrilla sin relleno que envidiaban viejos y mozos y comentaban mujeres de toda edad. Vestía a la antigua, a la contra francesa, se decía entonces, como exigía la nobleza de su casa. Ojos vivos y un poco malignos, frente oceánica, boca y manos sarmentosas y fuertes.
Era mi don José hombre de principios y de gran fidelidad a la corona y a sus protectores; como buen gallego era cauto y previsor. Desde sus primeras disposiciones supo rodearse de un grupo de fieles para llevar a cabo con bien su principal misión que era la de proveer y aprovisionar la Flota de la Plata que llegar debía un año más tarde o dos a lo máximo. Era más que mediano marino, pues nacido en Redondela era el agua su elemento y de los que le acompañamos unos cuantos eran hombres de mar, por decirlo mejor gente de la ría de Vigo, desde Bayona hasta Cangas, más piratas que pescadores y con los que había ajustado un buen salario como defensores directos de su persona. Pronto se ganó la fama de no consentir corso en mares mejicanos y de enemigo de los piratas ingleses pues a los que capturaba daba prisión y garrote en La Habana en un presidio que comenzaron a llamar, por mal nombre, el Chupadero. Voces mal intencionadas decían que quien allí entraba ya no salía; yo creo que era hablilla especiosa que corrió el inglés por desacreditar a mi amo.
Aunque los acontecimientos se aparejaban mal en Europa por la sucesión al trono de España con la guerra en las puertas, mi amo siguió con su labor e incluso quiso continuar descubriendo tierras y mandó alguna expedición a evangelizar las tierras de una isla más al norte y que después se descubrió ser península y mandó misionear por aquellas nuevas tierras a las que ahijó con un nombre sonoro y de empuje que encontró en una novela de caballerías llamada Las Sergas de Esplandían, ello es así que a esos territorios los llamó California.”
Fernando Bartolomé Benito: “La plata ensangrentada”
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