“Su cabello negro caía en cascada sobre la clavícula izquierda, y su modo de sacudir la cabeza para echarlo hacia atrás, y el hoyuelo de su mejilla pálida pertenecían a ese tipo de revelaciones a las que acompaña el sentimiento inmediato de una verdad reconocida. Su palidez era luz, y el negro de su pelo era una noche resplandeciente. Las faldas plisadas que prefería eran cortas y le sentaban perfectamente. Sus miembros descubiertos eran blancos, tan mínimamente bronceados, que la mirada que acariciaba sus pantorrillas y sus antebrazos podía seguir en ellos la pelusa oblicua y regular de su vello negro y sedoso de joven virgen.
El iris castaño oscuro de sus ojos graves tenía la opacidad enigmática de la mirada de un hipnotizador oriental (en un anuncio de página anterior de una revista), y parecía situado a mayor altura de lo que es corriente, de tal modo que, entre su borde inferior y el húmedo párpado que lo subrayaba, se veía, cuando miraba frente a frente, un semicírculo blanco. Sus largas pestañas parecían ennegrecidas (y de hecho lo estaban). La gruesa línea de sus labios febriles evitaba a su rostro la gentileza afectada del elfo. Su nariz francamente irlandesa era, en pequeño, como la de Van. Sus dientes eran bastante blancos y no demasiado regulares.
¡Pero sus pobres manecitas! No había más remedio que apiadarse de ellas. Eran exageradamente rosas, en comparación con la blancura diáfana de los brazos, más rosas incluso que el codo, que parecía ruborizarse del estado lamentable de las uñas. Porque Ada se comía las uñas, se las comía tan despiadadamente que su margen había desaparecido por completo; en su lugar, un surco excavado en la carne como con un alambre añadía a los extremos desnudos de sus dedos el largo de una espátula adicional. Más tarde, cuando Van se aficionó tanto a cubrir de besos sus manos frías, ella le ofrecía siempre los puños cerrados, pero él, despiadadamente, la obligaría a extender los dedos para besar también aquellos almohadoncillos ciegos.”
Vladimir Nabokov: "Ada o el ardor"
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