Cada día, cada mañana sin excepción, el sujeto reitera ante el espejo la maniobra de afeitado que no es una simple depilación sino, mejor, una erradicación extrema. La cara se obstina en desarrollar su plantación orgánica, pugna por expresarse a través de su pilosidad, pero los hombres, una y otra vez, derrotan su propósito.
A primera vista, el afeitado se corresponde, sin más, con una tarea de aseo, pero un examen ulterior hace ver que su acción niega de raíz la manifestación de la barba y para lograrlo, cercena. ¿Cómo no tomar este episodio, al menos como una abscisión simbólica? ¿Cómo no advertir una voluntad aniquiladora por limitada o específica que sea?
Los pelos caen muertos (decapitados) sobre el lavabo y se pierden en el sumidero envueltos en abominables espumas, desdeñados como detritus que antes, jactanciosamente, pretendieron vivir en nuestra cara.
El afeitado despeja el cutis ante las miradas de los demás pero, en definitiva, de acuerdo a su etimología primordial no viene a ser otra cosa que la exhibición de una apariencia falsificada, afectada.
El tacto y el color de la piel se alteran a diario tras cumplimentar el mandato de afeitarse. Y este mandato es absoluto puesto que quienes no se afeitan no escapan, tampoco, al conjunto del sistema. Serán gentes que, con barba, evocan poderosamente al afeitado y no para contravenirlo, sino para valerse del potencial que deriva de la ausencia.
La barba, en suma, nace del “no” al afeitado y gira en el interior de su órbita incluso por desorbitada que sea. De hecho, el afeitado es un quehacer iniciático que ya los hombres de la prehistoria practicaban con huesos o piedras de sílex.
¿Ha de interpretarse esta obsesión ancestral psicoanalíticamente? ¿Hay en esta mutilación un indicio de la sociedad represiva? ¿O, por el contrario, el afeitado sería una suerte de manifiesto liberador que defiende el desnudo civilizatorio ante el grupo?
Vicente Verdú: “Teoría del afeitado”
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