“Quizá el inicio de la rebelión de Spinoza
pueda remontarse a acontecimientos que marcaron el último año de la vida de
Uriel da Costa, un pariente de Spinoza por parte de madre, y figura central de
la comunidad judía en Ámsterdam durante la adolescencia del joven filósofo.
El episodio crítico tuvo lugar en 1640,
según algunas fuentes, o en 1647, según otras, lo que significa que Spinoza
tendría o bien unos ocho años de edad, o unos quince. He aquí los antecedentes.
Uriel da Costa había nacido bajo el nombre
de Gabriel da Costa en Oporto, la ciudad portuguesa de la que procedía la madre
de Spinoza. La suya era asimismo una familia de ricos comerciantes sefardíes
que externamente se convirtieron al catolicismo. Gabriel se educó como católico
y gozó de una vida privilegiada. Era un joven caballero aristocrático que
creció con dos pasiones, los caballos y las ideas, y cuyas inclinaciones
intelectuales lo llevaron a cursar una carrera en la Universidad de Coimbra, en
la que estudió religión y se convirtió en profesor. Sin embargo, a medida que
el joven Da Costa aumentaba sus conocimientos en religión, encontró cada vez
más fallos en el catolicismo y gradualmente llegó a la conclusión de que la fe
judía ancestral de su familia era más verdadera y mucho más preferible. Estas
conclusiones tuvieron que haberse mantenido en secreto, pero acaso no lo
fueron. Da Costa y su madre, y quizá otros parientes, pasaron de ser conversos
(judíos convertidos al cristianismo) a ser marranos (cristianos que practicaban
en secreto el judaísmo). Con o sin justificación, Da Costa notó que la larga
sombra de la Inquisición se proyectaba sobre él y se convenció de que su
familia y él estaban en peligro. Así que los convenció para marcharse a
Holanda. Los tres hermanos, su madre y su esposa, sus sirvientes y sus aves
enjauladas, los trabajados muebles, la delicada porcelana y la rica ropa blanca
que llenaban su señorial residencia de Oporto y la casa veraniega, se
embarcaron en un barco en el río Duero, encubiertos por la noche. Y se
marcharon, como tantos otros hicieron antes y después, remontando la costa del
Atlántico en busca de un puerto holandés o alemán y de una nueva vida.
Explico este largo preámbulo para poder
anunciar que después de establecerse en Ámsterdam, despojarse de su nombre de
pila portugués, Gabriel, y adoptar la variante hebrea, Uriel, Da Costa se
dedicó al análisis detallado del judaísmo y de algunas cuestiones intelectuales
más. Esta vez encontró defectos en las prácticas y enseñanzas judías y puso de
manifiesto públicamente sus hallazgos: las prácticas religiosas eran
supersticiosas; no era posible que Dios tuviera figura humana; la salvación no
podía basarse en el miedo, y así sucesivamente. Todo esto, y más, no sólo lo
dijo, sino que lo escribió. La sinagoga respondió con las críticas y
admoniciones esperables. A lo largo de las siguientes décadas, Da Costa fue
excomulgado, después exonerado, y de nuevo vuelto a excomulgar, y si en algún
momento encontró refugio en la comunidad judía de Hamburgo, finalmente fue
asimismo expulsado de ella. El asunto Da Costa se había convertido en una
cuestión grave para la nación judía, porque sus líderes temían que una herejía
flagrante como la de Da Costa desacreditaría a la comunidad, o pero todavía:
las autoridades holandesas podrían considerar tomar represalias contra todo el
grupo, sobre la base de que el sentimiento antirreligioso judío pudiera
propagarse a la población protestante.
En 1640 (o 1647 a más tardar) la saga Da
Costa llegó a su punto culminante. La sinagoga quería una solución a este
embarazoso episodio, y lo mismo le ocurría a Da Costa, que entonces mediaba la
cincuentena y estaba consumido, tanto física como mentalmente, por esta batalla
interminable. Se llegó a un acuerdo. Da costa tendría que ir a la sinagoga y
renegar de su herejía de manera que todos pudieran ser testigos de su
arrepentimiento. Después sería castigado físicamente para que no se olvidara la
grave naturaleza de su crimen. A continuación podría volver a recuperar su posición
en la nación judía.
En su libro Exemplar Vitae Humanae, Da Costa se rebela contra esta prepotencia
y no deja ninguna duda de que su aceptación del acuerdo no significaba que sus
ideas hubieran cambiado en absoluto. Sin embargo, manifiesta claramente que la
continua humillación y el cansancio físico extremo no le han dejado otra
salida.
El día del juicio se hizo ampliamente
público y era esperado con ansia: se trataba de un único espectáculo de gran
teatro y gran circo. La sinagoga estaba abarrotada de hombres, mujeres y niños
sentados y de pie y apenas quedaba espacio para moverse, todos a la espera de
que empezara la insólita diversión. El aire era denso por las excitadas
exhalaciones y el silencio sólo era roto por el raspar de los zapatos sobre los
granos de arena que cubrían los suelos de madera.
En el momento adecuado se le pidió a da
Costa que subiera al estrado central y se le invitó a leer una declaración
preparada por los líderes de la congregación. Utilizando sus palabras, confesó
sus numerosas transgresiones, la no observancia del Sabbat, la no observancia
de la Ley, el intento de evitar que otros se unieran a la fe judía, todo lo
cual merecía mil muertes, pero iba a ser perdonado porque prometió, en
reparación, no implicarse nunca más en iniquidades y perversidades tan odiosas.
Una vez terminó la lectura, se le pidió que
bajara del estrado y un rabino le susurró al oído que ahora debía dirigirse a
un determinado rincón de la sinagoga. Lo hizo. En el rincón, el chamach (encargado de encender los
cirios) le pidió que se desvistiera hasta la cintura, se quitara los zapatos y
se atara un pañuelo rojo alrededor de la cabeza. Entonces se le hizo abrazar
una columna y las manos se le ataron a ella mediante una cuerda. Ahora el silencio
era sepulcral. Se acercó el hazan
(cantor de la sinagoga), con un látigo de cuero en la mano, y empezó a aplicar
treinta y nueve latigazos en la espalda desnuda de Da Costa. A medida que
avanzaba el castigo, quizá para seguir el ritmo de los latigazos, la
congregación comenzó a cantar un salmo. Da Costa contó los latigazos y admitió
que sus torturadores cumplían escrupulosamente la Ley, que especificaba que el
número de golpes nunca debía sobrepasar los cuarenta.
Terminado el castigo, se permitió a Da
Costa que se sentara en el suelo y se pusiera de nuevo la ropa. Después un
rabino anunció su rehabilitación para que todos lo oyeran. La excomunión fue
retirada y la puerta de la sinagoga estaba ahora abierta para él, como la
puerta del cielo lo estaría un día. No se nos dice si la noticia se recibió en
silencio o con aplauso. Imagino que en silencio.
Pero el ritual no había terminado todavía.
A Da Costa se le pidió que se acercara a la puerta principal y se tendiera en
el suelo a lo largo del dintel. El chamach
lo ayudó a tenderse y mantuvo su cabeza entre sus manos con solicitud y
amabilidad. Después, de uno en uno, hombres, mujeres y niños abandonaron el
templo, y cada persona tenía que pasar sobre él para salir. Nadie lo pisó,
realmente, nos asegura en sus memorias, sólo pasaron por encima.
Ahora la sinagoga estaba vacía. El chamach
y unos pocos más lo felicitaron efusivamente por un castigo bien recibido y por
la llegada de un nuevo día en su vida. Lo ayudaron a levantarse, y le
sacudieron el polvo que había caído de tantos zapatos sobre sus andrajosas
ropas. Uriel da Costa era otra vez un miembro de alto nivel en la Nueva
Jerusalén.
No está claro cuantos días duró exactamente
este arreglo. Da Costa fue llevado a su casa y se dedicó a terminar su
manuscrito de Exemplar Vitae Humanae. Las últimas diez páginas tratan de este
episodio y de su impotente rebelión contra él. Después de terminar el
manuscrito, Da Costa se pegó un tiro. La primera bala erró el blanco, pero la
segunda lo mató. Había tenido la última palabra de más de una manera.”
Antonio Damasio: “En busca de Spinoza”