miércoles, 10 de junio de 2020

Cómicos




  "La víspera de la fiesta de la Natividad nos habíamos detenido, los que  formábamos la compañía de Quiñones, en un poblacho castellano, esperando dar al día siguiente una función que nos valiese algunas pesetas.

  Entretanto, no sabíamos cómo cenar aquella noche, la Buena tradicionalmente. Los de aquella misérrima agrupación de faranduleros no teníamos nada que pignorar a no ser los cuatro oropeles pingajosos del vestuario artístico. Con ellos nos atrevíamos a todo porque la necesidad envalentona. La dama, Matildita Roso, hacía los papeles de duquesa con un traje de lanilla y una erizada piel de gato, y Quiñones, director, empresario, primer actor de carácter, y todo lo que se tercie, salía de elegante luciendo un gabán de tintadas costuras y cuello de terciopelo, pelado y con un dedo de caspa. Por la Roso —aquí, en confianza absoluta— estaba yo en la troupe, en vez de estudiar Derecho en Valladolid. Quiñones afirmaba que «este monigote» eclipsaría a Fernando Díaz de Mendoza, claro es que con el tiempo; pero tal esperanza era mi única recompensa. No me pagaba Quiñones, como es natural. Bien adivinaba que, para mí, era suficiente la carita de la Roso.
  Afuera malicias y sonrisas equívocas y picarescas. Por la carita, únicamente, aquella carita de elegía y añoranza, de ojos de oscura violeta, andaba yo de zoca en colodra, sin lastre en el estómago y casi sin camisa.






  Ha de saberse que la Roso estaba casada con el que hacía las veces de apuntador, un bizco esmirriado, que la trataba mal; y, caso muy frecuente en las actrices, le guardaba una fidelidad estricta. Tenían un pequeñuelo, y la madre, minada su salud por fatigas y privaciones, no había podido amamantarle. Como un ama de cría significaba un lujo sultaniano, la Roso traía consigo una cabra, de la cual chupaba el crío, formando lindo grupo mitológico.
  Yo me quitaba de la boca, como suele decirse, el sustento, para mantener a Esmeralda —nombre que le había puesto Marcote, el gracioso, admirador de Víctor Hugo—. Daba a la cabrita todo mi pan, y ella me agradecía la atención con un balido afectuoso y la caricia de su lengua áspera y su húmedo hocico sobre mi mano.
  Al llegar al pueblo, nos dirigimos a la posada, con honores de fonda, y en ella nos exigieron algún adelanto, para ofrecernos albergue y cena. Estaban de chascos y de pufos hasta aquí, sí señor. ¿Qué garantía ofrece una comparsa como la nuestra? Ninguna; bien lo podíamos comprender, una señal, cinco duros siquiera, y tendríamos camas mullidas y guisado de carnero y gallo con arroz. De otra suerte, nos podíamos ir con la farándula a otra parte.
  Recorrimos las calles, nos dirigimos al Alcalde, que tuvo buenas palabras, pero no se prestó a responder… No, eso de responder, como comprendíamos nosotros… Todo era como comprendíamos nosotros, que sólo comprendíamos que teníamos gazuza, que nos helábamos y que aquella noche venturosa para el género humano íbamos a pasarla al sereno. 
  Y a mí, lo propio no me preocupaba. Era la demacrada y suave faz de la Roso lo que no podía apartar del pensamiento. Mi ilusión por aquella mujer nacía justamente de un sentimiento de compasión muy honda, extensiva a su hijito. Era piedad, romanticismo sin exigencias concretas, sin más ansia que la de ternura. Capaz me sentía de salir al camino y detener a un trajinero, para que la Roso cenase caliente, siquiera una taza de caldo…
  No teniendo mejor cobijo, nos refugiamos en el Ayuntamiento, en el destartalado local que iba a servir de teatro, bajo pretexto de preparar los detalles de la representación. Y mientras unos buscaban sillas y bancos, sacándolos de las dependencias, y los alineaban, otros deliberaban sobre la situación angustiosa, urgente. Marcote, el gracioso, mozo muy despachado, acababa de concebir una idea sombría, pero salvadora. Enajenar nuestra única propiedad: la cabrita. 





  Para disculpar arbitrio tan cruel, hay que pensar en lo que es hallarse un 24 de diciembre en un pueblo desconocido, sin sustento, sin blanca, viendo al través de los vidrios penetrar esa luz lechosa y lívida que anuncia la nevada inminente. En poco rato Marcote logró, para su proyecto, una aprobación total, aunque vergonzante. El más explícito fue… el propio esposo de Matildita, que se atrevió a perfeccionar el plan, añadiendo que si no hubiese comprador para Esmeralda, podíamos…, podíamos… En la posada se encargarían de lo desagradable, de la operación… Esmeralda estaba como un pavo, y alrededor de sus riñones debía de acolcharse una grasa exquisita. Cenaríamos; al menos, cenaríamos; nos acostaríamos con algo en la panza, dorado a la lumbre y suculento.

  Y cuajaba la idea, cuando, en un rincón del pasillo por donde cruzaba en busca de mobiliario, una sombra se alzó ante mí, y una voz anhelante, angustiosa, me llamó por mi nombre:
—Saturio, Saturio…
  Era la primera vez que la reservada Matildita se tomaba tal confianza conmigo, un vuelco me dio el corazón. Cuando una mujer amada nos llama así, a solas, por el nombre, creeríamos que arranca y absorbe todo nuestro ser, que nos saca de nosotros mismos, y nos envuelve en la espiritualidad de su alma. Sólo contesté:
¡Matilde!
  Se explicó, pero no era necesario. Yo había comprendido, adivinado la súplica, y hasta la indignación temblorosa. Y, ante los ojos de violeta, anegados en llanto la acción, también a mí, me parecía un crimen, imágenes horribles surgían en mi imaginación, y vi a la cabrita bajo el cuchillo, y su blanco pelaje manchado de sangre espesa y caliente, y oí su trémulo balar de agonía, tan semejante al lamento débil de un chiquillo expirante… ¿Cómo no me sublevó desde el primer momento semejante barbaridad? Audazmente, estreché las manos de Matildita, y luego, sin recato, su cuerpo frágil, y sellé sus pupilas con fugitivo halago, y murmuré a su oído con ardor:
—No tengas cuidado, no harán tal. Antes me matarán a mí.
  Corrí… Quiñones me recibió con cólera. Ya la sugestión de glotonería
había prendido y actuaba.
¿Y qué se cena esta noche, guasón? —clamó irritado.
—Si no hay otra cosa, nos le cenamos a usted… A la cabra no se le toca.
  Y salí de la Casa Ayuntamiento, corriendo, como si fuese a alguna parte. Copitos menudos de nieve, con su frío beso, parecían avisarme de que era una locura mi expedición en busca de una cena que no existía. No les hice caso. La cena tenía que existir, puesto que así lo deseaba Matilde.
  Al otro extremo de la plaza alzábase el Casino. Me atrajeron sus ventanas iluminadas, su puerta franca, y el ver que dos o tres pueblerinos, envueltos en mantas y tapabocas, se dirigían hacia él. Les seguí, y subí una escalera sucia, y entré en un salón en que el humo del cigarro formaba densa nube que apenas consentía ver las caras de los concurrentes. El chasquido de las fichas de dominó me despertó una percepción singular. Soy maestro en ese juego inocente y soso. Para arriesgar en la timba que adivinaba unas monedas, me faltaba tenerlas: lo esencial. En el dominó no se paga sino al hacer cuentas.
  ¿Y si perdía? ¡Bah!
—Propuse una partidita a un sujeto bien portado, con trazas adineradas, y aceptó.   Aquello fue coser y cantar. En una hora gané diez o doce pesetas. No me bastaban. Me pedían más unos ojos dolorosos, implorantes, del color de los lirios…, y pasé a la sala del crimen. Me vacilaban las piernas. ¡El todo por el todo! No crean ustedes: en el poblacho, de cuyo nombre, al revés que Cervantes, diré que no quiero olvidarme nunca, había sus puntos fuertes, y se arriesgaba algo, una suerte inaudita me llevaba como de la mano, me señalaba la carta que me convenía más, hasta tal punto que un instinto de prudencia me aconsejó retirarme, no sólo porque pudiera volverse la suerte, sino porque creía notar recelo y hostilidad en los puntos. ¡Demontre de forastero! Para que le viniesen así, ¿tendría alguna habilidad, alguna treta…?
  Salí del Casino palpando, en el bolsillo, billetes, y bastantes duros. Corrí a la posada. Ante un papiro la mesonera se decidió, y encargué la cena, el gallo con arroz, las sopas de ajo con huevos, las magras, la ensalada de coliflor, el buen café, el anisado, la manzanilla. ¡Lo que se llama cenar! Y la cena nos produjo tal plétora de contento, que bailamos y cantamos villancicos, hasta las tres de la madrugada, como locos, y al nene de Matildita le paseamos en triunfo, olvidándonos de que, horas antes, a poco le dejamos sin nodriza.
  Hambre, amor, aguijones continuos de la vida, ¡cómo pincháis!"


Emilia Pardo Bazán: " La Conquista de la Cena"