“—Algunas
veces la señora Davidson y yo nos mirábamos, y las lágrimas nos corrían por el
rostro.
Trabajábamos
sin cesar, día y noche, y no parecíamos avanzar nada. No sé qué habría hecho
sin ella entonces. Cuando sentía mi corazón oprimido, cuando estaba casi
desesperado, ella me daba valor y esperanzas.
La señora
Davidson miró su labor, y un ligero rubor apareció en sus mejillas. Sus manos
temblaban un poco. No parecía sentirse capaz de hablar.
—No teníamos
a nadie que nos ayudara. Estábamos solos, a miles de millas de personas de
nuestra raza, rodeados por las tinieblas.
Cuando me
sentía roto y cansado, ella dejaba a un lado su labor, tomaba la Biblia y me
leía hasta que volvía la paz y se cernía sobre mí como el sueño sobre los
párpados de un niño, y cuando por fin cerraba el libro, me decía: «Los
salvaremos a pesar de sí mismos». Y yo me sentía otra vez fuerte en el Señor, y
contestaba: «Sí, con la ayuda de Dios, los salvaré. Debo salvarlos». Se acercó
a la mesa y permaneció inmóvil frente a ella, como si fuera un púlpito.
—Ve usted,
eran tan depravados por naturaleza, que no podían comprender su maldad. Tuvimos
que censurar todo lo que ellos pensaban que eran actos naturales. Tuvimos que
convertir en pecado no sólo cometer adulterio, mentir y robar, sino también
exponer sus cuerpos, bailar y no venir a la iglesia.
Convertí en
pecado el que una muchacha mostrara su pecho y que un hombre no llevara
pantalones.
—¿Cómo?
—preguntó el doctor Macphail, sorprendido.
—Instituí
multas. Es evidente que la única forma de hacer comprender a la gente lo
pecaminoso de un acto es castigándola si lo cometen. Los multé si no venían a
la iglesia, si bailaban y si no se vestían con decencia. Fijé una tarifa, y
todo pecado tenía que pagarse, ya fuera en dinero o en trabajo. Por fin les
hice comprender.
—Pero ¿nunca
rehusaron pagar?
—¿Cómo
habrían podido negarse? —preguntó el misionero.
—Tendría que
ser un hombre muy valiente el que se atreviera a hacer frente al señor Davidson
—dijo su esposa, apretando los labios.
El doctor Macphail
miró a Davidson con ojos turbados. Lo que oyó le dejó confundido, aunque no se
atrevió a manifestar su desaprobación.
—Usted debe
recordar que, como último recurso, yo podía expulsarlos de la hermandad de la
Iglesia.
—¿Les
importaba mucho eso? Davidson sonrió, frotándose las manos suavemente.
—No podrían
vender su copra.
Cuando los
hombres salían de pesca, no obtenían su parte. Era algo parecido a morirse de
hambre. Sí, les importaba bastante.
—Cuéntele el
caso de Fred Ohlson —dijo la señora Davidson.
—Fred Ohlson
era un comerciante danés que había estado en esas islas durante muchos años.
Era un
hombre muy rico, para ser comerciante, y no se sintió muy satisfecho cuando
llegué. Ve usted, hasta entonces había hecho su voluntad en todo. Les pagaba su
copra a los nativos cuando quería, y les pagaba en provisiones y whisky.
Tenía una esposa nativa, pero le era completamente infiel.
Era un
borracho. Le ofrecí una oportunidad de enmendarse, pero no la aceptó.
Se rió de
mí.
Davidson
pronunció esas últimas palabras con profunda voz de bajo, y permaneció callado
unos instantes. El silencio parecía lleno de amenazas.
—En dos
años, era un hombre arruinado. Perdió todo lo que había ganado en un cuarto de
siglo.
Lo arruiné,
y por fin se vio obligado a dirigirse a mi como un mendigo, rogándome que le
consiguiera un pasaje a Sydney.
—Me habría
gustado que usted hubiera podido verle cuando vino a ver al señor Davidson
—dijo la esposa del misionero—. Había sido un hombre robusto y fuerte, muy
gordo y con una voz potente; pero ahora parecía reducido a la mitad de su
tamaño y temblaba entero.
Repentinamente
se había convertido en un anciano.”
William Somerset Maugham: "Los mejores relatos cortos".