miércoles, 27 de diciembre de 2017

Feliz Navidad

“A veces, en algunas costas de Bretaña o de Escocia, un hombre, un viajero o un pescador, que va andando, con marea baja, por el arenal, lejos de la orilla, se da cuenta de pronto de que desde hace unos minutos le cuesta andar. Bajo los pies nota la playa como si estuviera hecha de pez: se le pegan las suelas; ya no es arena, sino liga. El arenal está completamente seco, pero a cada paso, nada más alzar el pie, la huella se llena de agua. Por lo demás, la mirada no ha captado ningún cambio; la playa inmensa está lisa y tranquila, toda la arena parece igual, nada diferencia el suelo sólido del que ha dejado de serlo; la nubecilla alegre de las pulgas de mar no ha dejado de brincar tumultuosamente bajo los pies del caminante.
 El hombre continúa andando, sigue adelante, tuerce hacia la tierra, intenta acercarse a la costa. No está preocupado. ¿Por qué iba a preocuparse? Pero nota como si los pies le fueran pesando cada vez más, a cada paso. De repente, se hunde. Se hunde dos o tres pulgadas. Definitivamente está claro que no va por el buen camino; se detiene para orientarse. De pronto, se mira los pies. Le han desaparecido los pies. Se los tapa la arena. Saca los pies de la arena, quiere desandar lo andado, retrocede, se hunde más. La arena le llega a los tobillos; hace fuerza para salir de ella y tira hacia la izquierda; la arena le llega a media pierna; tira a la derecha; la arena le llega a las corvas.
 Entonces se da cuenta con indecible espanto de que se ha metido en unas arenas movedizas y que lo que tiene debajo es ese medio aterrador en que el hombre no puede ya andar como tampoco puede ya nadar el pez. Tira la carga, si es que lleva una; aligera peso, como un barco en peligro de zozobrar; ya no está a tiempo, la arena le llega por encima de las rodillas.
Llama; hace señas con el sombrero o con el pañuelo; la arena se lo traga cada vez más; si la playa está desierta, si la tierra queda a demasiada distancia, si ese banco de arena tiene una reputación demasiado mala, si no hay un héroe por las inmediaciones, está condenado a que se lo trague la arena. Está condenado a ese enterramiento espantoso, largo, infalible, implacable, que no es posible ni retrasar ni apresurar, que dura horas, que no acaba nunca, que lo atrapa a uno cuando está de pie, libre y rebosante de salud; que tira de uno por los pies; que, con cada esfuerzo que intenta, con cada grito que suelta, lo arrastra algo más hacia abajo, que parece castigarlo a uno por oponer resistencia abrazándolo de forma más estrecha, que mete al hombre despacio en la tierra dejándole mucho rato para que mire el horizonte, los árboles, la campiña verde, el humo de las aldeas en la llanura y las velas de los barcos en el mar, las aves que vuelan y cantan, el sol, el cielo.
 Que se lo trague a uno la arena es como un sepulcro que se vuelve marea y sube hacia el vivo desde lo hondo de la tierra. Todos y cada uno de los minutos son un entierro inexorable. El desventurado intenta sentarse, tenderse, reptar; todos los movimientos que hace lo sepultan; se yergue, se hunde; nota que la tierra se lo traga; suelta alaridos, implora, les grita a las nubes, se retuerce los brazos, desespera. Ya le llega la arena al vientre; ya le llega al pecho; ya no es sino un busto. Alza las manos, gime con furia, crispa las uñas en el arenal, quiere agarrarse a esa ceniza, se apoya en los codos para salir de esa faja blanda, solloza frenéticamente; la arena sube. La arena le llega a los hombros; la arena le llega al cuello; ahora ya sólo se le ve la cara. La boca grita, se le llena de arena; silencio. Los ojos miran aún; la arena se los cierra: oscuridad. Luego mengua la frente; aún se estremecen unos mechones de pelo sobre la arena; asoma una mano, perfora la superficie del arenal, se mueve, se agita y desaparece. Siniestra desaparición de un hombre.”

Víctor Hugo: “Los Miserables”

martes, 5 de diciembre de 2017

Monasterios



"Desde el punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, el monacato está condenado.

Los monasterios, cuando abundan en una nación, son nudos en la circulación, instituciones que estorban, centro de pereza en los lugares en que se precisan centros de trabajo. Las comunidades monásticas son a la gran comunidad social lo que el muérdago al roble, lo que la verruga al cuerpo humano. Su prosperidad y su robustez son el empobrecimiento del país. El régimen monástico, provechoso cuando empiezan las civilizaciones, útil para que lo espiritual empiece a mermar la brutalidad, es malo para la virilidad de los pueblos. Además, cuando se relaja y entra en su etapa de desgobierno, como sigue sirviendo de ejemplo, se convierte en malo por las mismas razones que lo hacían salutífero en su período de pureza.



Ha pasado el tiempo de las clausuras. Los claustros, útiles para la primera educación de la civilización moderna, estorban su crecimiento y perjudican su desarrollo. En tanto en cuanto instituciones y herramienta de formación del hombre, los monasterios, buenos en el siglo X, discutibles en el siglo XV, son infames en el siglo XIX. La lepra monástica carcomió casi hasta el esqueleto a dos naciones admirables, Italia y España, aquélla la luz y ésta el esplendor de Europa durante siglos; y, en los tiempos que corren, esos dos ilustres pueblos no están empezando a mejorar más que gracias a la sana y vigorosa higiene de 1789.
El convento, el antiguo convento de mujeres, sobre todo, tal y como lo vemos aún en los umbrales de este siglo en Italia, en Austria, en España, es una de las plasmaciones más sombrías de la Edad Media. El claustro, ese claustro, es el punto de intersección de los espantos. El claustro católico propiamente dicho está repleto de la irradiación negra de la muerte.



El convento español, sobre todo, es fúnebre. Allí dentro se alzan en la oscuridad, bajo bóvedas colmadas de brumas, bajo cúpulas inconcretas de tan sombrías, macizos altares babélicos, elevados como catedrales; allí cuelgan de cadenas, entre las tinieblas inmensas, crucifijos blancos; allí se brindan, desnudos sobre el ébano, enormes Cristos de marfil, más que ensangrentados, sanguinolentos; son repulsivos y espléndidos, por los codos les asoman los huesos, por las rótulas les asoman los tegumentos, por las llagas asoma la carne; los coronan espinas de plata, los clavan clavos de oro, llevan gotas de sangre de rubíes en la frente y lágrimas de brillantes en los ojos.


 Los brillantes y los rubíes parecen húmedos y hacen llorar, abajo, en la sombra, a criaturas envueltas en velos, con los costados heridos por el cilicio y por el látigo de puntas de hierro, con pechos que aplastan unos zarzos de mimbre, con rodillas que la oración despelleja; unas mujeres que se creen esposas, unos espectros que se creen serafines. ¿Estas mujeres piensan? No. ¿Tienen voluntad? No. ¿Aman? No. ¿Viven? No. Los nervios se les han vuelto huesos; los huesos se les han vuelto piedras. El velo que llevan es noche tejida. El hálito, bajo el velo, parece a saber qué respiración trágica de la muerte. La abadesa, una larva, las santifica y las aterroriza. Ahí está, montaraz, lo inmaculado. Así son los antiguos monasterios de España. Guaridas de la devoción terrible; antros de vírgenes; lugares feroces."

Víctor Hugo: "Los Miserables".