viernes, 30 de octubre de 2015

Gallegos

“NUESTRO DESAPEGO por el trabajo físico, es tan evidente que de él ha nacido la desestima que cierto sector de nuestro pueblo experimenta hacia la actividad del gallego. Convertimos en síntoma de superioridad la falta de capacidad. Razonamos equivocadamente así: «Si el gallego trabaja tan brutalmente, y no le imitamos, es porque nosotros somos superiores a él». En este disparate, índice de nuestra supuesta superioridad, nos apoyamos para hacerle fama al gallego, de bruto y estólido, sin darnos cuenta que esa superioridad es, precisamente, síntoma de debilidad.

Visitemos una aldea gallega, de los alrededores de Vigo, Persibilleira, Panjon, La Bouza, Corujo.

El gallego trabaja en piedra. No en ladrillo. No en madera: piedra.
De piedra son los hórreos donde pone a orear el trigo. De piedra las casas. De piedra las piletas y las campanas bajo las cuales arde el fuego. De piedra los techos, de piedra las fuentes, de piedra los postes que sostienen las viñas, de piedra los muros que cercan los sembradíos, de piedra los puentes y los caminitos que corren entre los maizales y de piedra los troncos que sostienen las alambradas. Sin embargo, el monte gallego negrea de bosques. Le sobra madera. Levantemos la cabeza. Allá arriba, donde únicamente pueden andar las cabras, en la cima del monte, en un retazo de tierra, avanza la sembradura. Esto no es un juguete. Aquí, en Galicia, aunque se esté entrenado para subir pendientes, hay que hacer un alto cada cien metros.
Pero estas parcelas dificultosas, estas fincas gallegas, a pesar de estar construidas de piedra gris y negra, no son tristes, sino alegres. Se levantan entre golfos de verdura, sobrepasan los techadillos del viñedo, sesgan barrancos, permanecen en las alturas, a un costado de un cortinado de bosque, suspendidas misteriosamente frente a la montaña azul.
Cuando el gallego no trabaja la piedra o la tierra, se lanza al mar. Al Atlántico, al Cantábrico. En sus traineras y barcos de vela, llega hasta las costas de Irlanda por el llamado Mar del Gran Sol.
Pero ha de trabajar. O en la piedra, o en el océano. Su naturaleza aventurera, no le deja quieto. Ni la necesidad tampoco. La piedra o el océano. Estos reversos de medalla no son fiorituras de literatura impresionista sino el bajorrelieve de un hombre de acción.
El mar se mete en Galicia, como en los fiordos noruegos. Con la diferencia, que en Galicia no se les llama fiordos, sino «rías».

Adentramiento del mar en los valles terrestres. Superficies de agua en zig zag, en serpentina, que siguen la ley del flujo y reflujo. A tal punto que hasta la ría de Pontevedra, en otros siglos, llegaban ballenas. El océano va a buscar al gallego a su casa de piedra. De allí esas sorpresas maravillosas que reserva el litoral gallego al turista desprevenido. Corre el tren por entre los campos de viñedos, en el fondo de un valle y de pronto, en medio de los viñedos, el océano. Un puerto. Es la ría. El panorama es idílico, pero cuando el hombre se abandona en él, el monstruo muestra la cara. El Cantábrico y el Atlántico se tragan todos los años muchas vidas humanas. Razón dramática en la cual hay que buscar la reserva observadora del gallego, aun cuando éste se encuentre en presencia de formas de vida amables y seductoras. Doble género de vida, montaña y océano, que le han entrenado para los esfuerzos más recios.
De allí que en las Américas la vida sea fácil para el gallego. No se siembra sobre piedras. La tierra es tan tierna que en verano se la cruza en ferrocarril entre grandes nubes de polvo. Aquí, en España, la tierra es tan dura, que en pleno verano, cruzando la llanura de la Mancha, que no es llanura sino una sucesión de suaves colinas, después de seiscientos kilómetros de travesía, conservamos la ropa limpia.”

Roberto Arl: “Aguafuertes Gallegos”

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