Visitemos
una aldea gallega, de los alrededores de Vigo, Persibilleira, Panjon, La Bouza,
Corujo.
El gallego
trabaja en piedra. No en ladrillo. No en madera: piedra.
De piedra
son los hórreos donde pone a orear el trigo. De piedra las casas. De piedra las
piletas y las campanas bajo las cuales arde el fuego. De piedra los techos, de
piedra las fuentes, de piedra los postes que sostienen las viñas, de piedra los
muros que cercan los sembradíos, de piedra los puentes y los caminitos que
corren entre los maizales y de piedra los troncos que sostienen las alambradas.
Sin embargo, el monte gallego negrea de bosques. Le sobra madera. Levantemos la
cabeza. Allá arriba, donde únicamente pueden andar las cabras, en la cima del monte,
en un retazo de tierra, avanza la sembradura. Esto no es un juguete. Aquí, en
Galicia, aunque se esté entrenado para subir pendientes, hay que hacer un alto
cada cien metros.
Pero estas
parcelas dificultosas, estas fincas gallegas, a pesar de estar construidas de
piedra gris y negra, no son tristes, sino alegres. Se levantan entre golfos de
verdura, sobrepasan los techadillos del viñedo, sesgan barrancos, permanecen en
las alturas, a un costado de un cortinado de bosque, suspendidas
misteriosamente frente a la montaña azul.
Cuando el
gallego no trabaja la piedra o la tierra, se lanza al mar. Al Atlántico, al
Cantábrico. En sus traineras y barcos de vela, llega hasta las costas de
Irlanda por el llamado Mar del Gran Sol.
Pero ha de
trabajar. O en la piedra, o en el océano. Su naturaleza aventurera, no le deja
quieto. Ni la necesidad tampoco. La piedra o el océano. Estos reversos de
medalla no son fiorituras de literatura impresionista sino el bajorrelieve de
un hombre de acción.
El mar se
mete en Galicia, como en los fiordos noruegos. Con la diferencia, que en Galicia
no se les llama fiordos, sino «rías».
Adentramiento
del mar en los valles terrestres. Superficies de agua en zig zag, en
serpentina, que siguen la ley del flujo y reflujo. A tal punto que hasta la ría
de Pontevedra, en otros siglos, llegaban ballenas. El océano va a buscar al
gallego a su casa de piedra. De allí esas sorpresas maravillosas que reserva el
litoral gallego al turista desprevenido. Corre el tren por entre los campos de
viñedos, en el fondo de un valle y de pronto, en medio de los viñedos, el
océano. Un puerto. Es la ría. El panorama es idílico, pero cuando el hombre se
abandona en él, el monstruo muestra la cara. El Cantábrico y el Atlántico se
tragan todos los años muchas vidas humanas. Razón dramática en la cual hay que
buscar la reserva observadora del gallego, aun cuando éste se encuentre en
presencia de formas de vida amables y seductoras. Doble género de vida, montaña
y océano, que le han entrenado para los esfuerzos más recios.
De allí que
en las Américas la vida sea fácil para el gallego. No se siembra sobre piedras.
La tierra es tan tierna que en verano se la cruza en ferrocarril entre grandes
nubes de polvo. Aquí, en España, la tierra es tan dura, que en pleno verano,
cruzando la llanura de la Mancha, que no es llanura sino una sucesión de suaves
colinas, después de seiscientos kilómetros de travesía, conservamos la ropa
limpia.”
Roberto Arl: “Aguafuertes Gallegos”