Cuando las hogueras de San Juan comenzaban a incendiar la noche, llamaron a mi puerta aldeana. Era Juan Santos, mi demonio familiar --en el sentido socrático, se entiende-- , como siempre, constelado de greñas, de aguardiente de casos y de cosas. Esta vez no venía solo. Le acompañaba un extraño personaje, que golpeaba rápidamente la atención por la singular blancura de su rostro.
--Encontré a este señor, que gasta melena, como yo, en el camino-- me dijo Juan--; y, como parece cansado y melancólico, lo invité a su casa, para que se reconfortara un poco. No hay como término y medio de vino tinto. Usted, que es espiritual, como yo, lo reconoce. ¿Ando desacertado?...
Concordé, como siempre cuando se trata de tan trascendentales temas, con mi viejo amigo Juan, e invité a pasar al nuevo huésped.
--Soy un espectro-- me dijo éste-- una vez sentado en la bodega.
Procuré no alterarme, porque ya había tenido tratos con algunos, sobre todo en Locronan de Bretaña y en el Donegal irlandés; pero mentiría si dijera que la cosa no me inmutó. Al fin y a la postre, nunca se sabe lo que puede suceder con los espectros.
--Usted dirá-- le repliqué, con el tono de voz lo más natural posible- si no le parece impertinente...
--No siga, amigo mío-- dijo el espectro, tratando de adoptar un gesto cordial que el albayalde de la cara hacía doblemente raro-: voy a explicarle el motivo de este viaje, en el que no contaba tener el placer de conocerle, a no ser por este singular vagabundo que me encontró a la vuelta de la Portela, empeñándose en que llegáramos hasta su casa para beber no sé qué vino...
--Está a su disposición-- respondí, mientras Juan Santos rezongaba no sé qué cosas sobre los espíritus del astral inferior, donde están la fauna y flora desaparecidas.
El espectro bebió, de un trago, la espumante taza que le ofrecí, sin hacer el menor ruido, como es costumbre en todos los espectros que se estiman. Luego, alzó lentamente la mano.
--Se preguntará usted, con razón, qué diablos vengo a hacer yo esta noche, y en este mundo especial de ahora. Voy a explicárselo, en dos palabras: soy Einstein.
--¿Viene usted a comprobar los resultados de su obra?-- le pregunté con cierto temblor en la voz, al mismo tiempo que llenaba otra vez su taza para que se animara a ser sincero.
--Vengo a penar-- respondió, con una voz tan lamentablemente triste que una ráfaga glacial recorrió la bodega entera, obligando a Juan Santos a dirigir sus devociones hacia el aguardiente--. Vengo a penar, y sólo Dios sabe lo que peno... Desde que tuve la desdichada idea de lanzar a los hombres mi famosa ecuación-- de la que maldigo-- : E = m c 2, que en Hiroshima se tradujo, por los norteamericanos, en espantosa realidad, no he tenido un momento de reposo, ni en este mundo ni en el otro. ¡Ojalá me hubiera dedicado toda la vida a tocar el violín, que, en el fondo era lo que más me gustaba! (...)
José María Castroviejo : “El pálido visitante”.