miércoles, 20 de noviembre de 2013

Calzado



“Uno tiende a estar de acuerdo consigo mismo, pero a veces exagera. El acuerdo total con lo que uno piensa o hace es el germen del desprecio al otro o al argumento del otro. Y el epítome dialéctico de esta tendencia del ego acostumbrado a decirse sí es la demagogia.





El colmo de esta tendencia a exagerar el acuerdo con uno mismo es la sandalia esa que hemos visto en el Parlament de Catalunya. El hombre que la blande está de acuerdo consigo mismo hasta tal punto que considera lícito servirse de tal calzado, que esgrime como un arma, para introducirse en la historia del otro y resumirla con el adjetivo con el que lo despide. Le dice: “Adiós, gánster”. Antes le ha preguntado si siente miedo. Es consciente, pues, de que puede amedrentarle, y herirle con sus gestos y palabras.


Usted es un gánster, le deja dicho. Se despide, pues, de un delincuente. O sea, él ya ha juzgado; el hombre que tiene delante no está allí en juicio ni el hombre que blande la sandalia es un juez, ni siquiera un fiscal; es un parlamentario; está allí ungido para que hable y escuche; entre los útiles que recibió cuando ocupó ese escaño no está, seguramente, esa sandalia, y es improbable también que se le hayan procurado útiles distintos de los que cualquiera tiene en un pupitre.

 



 Pero él se agrandó sobre sí mismo y decidió juzgar y amenazar. No me ha parecido bien. En realidad, no me parece bien ninguna clase de insulto; pero ahora parece que corre la especie de que el insulto es también una opinión. No es una opinión: es una agresión, aunque se haga sin sandalia. Quien insulta demuestra una estima muy alta de sí mismo; a partir de ahí no necesita información del contrario; si tiene público, además, recibirá de los otros que están con él, pues requiere aprobación, aplauso, la reverencia que se ofrece a los héroes autoimpuestos. Qué bien has estado, cabrón. Si el insulto contiene, además, alguna comprobación física (es que el tipo, además, es un enano, y mira cómo ha engordado, dale duro) para que la burla sea tan brutal como merece el contrario.
   



Por esa vía hemos llegado a la sandalia. Se ha estimulado ahora la sensación de que eso no se hace en un Parlamento, como si se pudiera hacer en la calle. Como si uno fuera por esos mundos con una sandalia en la mano para afear al taxista que te cobre de más o al panadero que te da un pan de la víspera. La sensación que a mí me produjo el hombre de la sandalia es la misma que me producen mis colegas, o yo mismo, cuando nos subimos al pedestal desde el que oteamos las falacias ajenas como si nosotros, el que escribe esta columna, otros que tienen igual privilegio, no hubiéramos recurrido a veces a la demagogia, con o sin sandalia; ¿somos perfectos incluso con la sandalia en la mano? La sandalia de este parlamentario es un objeto que se pone en el pie (qué cuento haría Cortázar de la sandalia fuera del pie), pero que él lleva en la mano. Esa dislocación de la sandalia es lo que la pone en el sitio del insulto. El hombre debería pedir disculpas y luego ponerse a buscar entre los papeles y las cifras el argumento que quería decir antes de que se decidiera por el nefasto argumento de la sandalia”.




Juan Cruz: “La sandalia”.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Prótesis.


--Caballero ¿quiere usted hacerme el favor de recogerme la pierna izquierda, que se me ha caído?


En el suelo había una muleta pintada alegremente de amarillo. Miré al que me había hablado. Era un hombrecillo rechoncho, de mediana edad, que me sonreía con aire malicioso. A primera vista no ofrecía mayor interés que uno de esos budas barrigudos que están sobre los pianos o sobre las mesas de casi todas las casas. Pero considerando más atentamente se advertían en él algunos detalles que no es frecuente encontrar en el hombre, tal como se le ve habitualmente… Su pierna izquierda se acababa en la rodilla, y de la derecha no creo que le quedasen más de siete centímetros. Disponía únicamente de un brazo, y aun éste no tenía completos los dedos. La frente aparecía deprimida por una ancha cicatriz.






--Muchas gracias –dijo el hombre cuando coloqué la muleta a su alcance--. Siento mucho molestar a la gente, pero… no hay más remedio… ¿Tiene usted un cigarrillo?... ¿Y una cerilla?... Enciéndala. Gracias otra vez. Es usted muy amable; tanto que voy a darle un buen consejo. Cuando acabe ese bock, no beba más cerveza. No sirve para otra cosa que para molestar el riñón y, a no ser que tenga muy serios motivos particulares para ello, un hombre no debe nunca molestar inútilmente sus riñones. Pida un “Rasputín”. Es una mezcla a partes iguales de ron y café, pero en este bar no lo saben, y siempre echan más ron que café. ¡Bendita ignorancia!... ¿A ver: un “Rasputín” para este caballero!


Tragué aquel brebaje. El hombre mutilado me preguntó:




--¿Qué tal?


--Cosa buena –carraspeé--. Muy reconocido…

--No vale la pena. Otro cualquiera le pediría a usted algo grande por ese favor. A mí, con que me convide usted a beber otro…, tan amigos…

Bebimos otro. Entonces le dije mi nombre y mi profesión. Tomamos un tercero y le narré mi infancia con todos los detalles que aún recuerdo y acaso algunos nuevos que me parece haber inventado. Pero al pedir el cuarto “Rasputín” abandoné bruscamente el tema, a pesar de la amable atención de mi vecino, para referirle lo que me había ocurrido aquella tarde. En aquel momento adoraba a Natalia, y no pude dejar de verter algunas lágrimas.

--No llore usted –dijo el mutilado--, porque ya le sale el ron por el ojo izquierdo y se va a manchar la chaqueta.

--¿Qué me importa ya la chaqueta! –gemí.

--Eso es otra cosa –reconoció él entonces.

   



Volvió a pedirme un cigarrillo y comentó:


--Le ha contado usted su historia al hombre que mejor puede comprenderla, porque yo soy de los que creen que no hay nadie en el mundo en cuya vida no juegue un papel decisivo un automóvil. Muchos dolores y muchas alegrías se le deben. Antes se decía: Churchil la femia.

--Cherchez la femme –corregí.

--Es igual. El caso es que antes se decía que la mujer era la causante de todo, y hoy debe aconsejarse: Cherchez l’auto… Usted pierde el amor de una mujer por no tener un coche, otros pierden la vida por poseerlo, yo me la gano porque lo tienen los demás… Siempre hay un auto por el medio…

--¿Es usted chófer?

 





--No. Yo he sido marino. Mi verdadera vocación es la de marino. Pero tuve la desgracia de nacer en Madrid y nunca pude salir de este sitio. Ahora, las ocasiones que se presentan a un marino para hacer carrera en Madrid puede decirse que son casi nulas. Para un marino de corazón, esto está muy mal. Yo llegué a pasar hambre. Un hambre terrible. Ofrecía mis brazos y nadie los aceptaba. Un día me atropelló un automóvil. Me llevaron al hospital, me curaron y me dieron una pequeña indemnización. Entonces yo adiviné un porvenir en aquel accidente. Cuando se me acabaron los cuartos me hice atropellar otra vez. Tuvieron que amputarme la pierna izquierda por la rodilla. Me la pagaron bien: tanto como no creí yo que valiese. Viví algún tiempo así…


--Comiéndose la pierna.

--Comiéndome la pierna, exactamente. Y cuando no quedaba ya ni una astilla del hueso, pues… ¿qué iba a hacer yo?..., me tumbé ante otro auto. La segunda pierna me obligó a un regateo terrible, porque la tasaron en una miseria. Estuve muy digno. Dije que yo podía regalar una pierna tan buena como cualquier otra y que, para mí, ofrecía el mérito de ser ya la única. Al fin pagaron. Y pasé otra temporadita. Después hubo que sacrificar el brazo izquierdo.






--Y unos dedos del otro.


--Sí; eso fue un día que salí de casa sin dinero y me hacían falta veinte duros. Me dejé aplastar el dedo meñique por un automovilista primerizo. Pagó en el acto. Pero pronto se me planteó el problema más serio que puede acongojar a un hombre. Mi cuerpo se iba acabando poco a poco y me exponía a terminar el negocio en el cementerio. Adquirí la experiencia necesaria para sufrir contusiones de poca importancia; pero, naturalmente, pagaban poco por ellas. Ya estaba resuelto a quedarme con la cabeza y el tronco nada más, cuando me llamó el director de una compañía aseguradora. “Amigo Mouriz –me dijo--, hemos pagado por usted mucho más de lo que usted vale. Su carne debía, en realidad, adquirirse al peso, según tarifa de carnicero, y sus huesos no sirven ni para hacer botones. Para resarcirnos de algo hemos fabricado cuarenta boquillas de cigarrillos con las tibias de usted, y ésta es la hora en que no se ha vendido ni una. ¿Usted se ha propuesto seguir fragmentándose?” “Hay que vivir, señor director”, confesé. “Sí, sí, hay que vivir; pero nuestras acciones bajan por su culpa. Le he llamado para ofrecerle una transacción. ¿Le conviene una plaza de portero en nuestras oficinas?” Discutí, mejoró sus proposiciones y terminé por aceptar. Ahora vivo más cómodamente, y le aseguro que no me gustaría volver a verme debajo de un coche.



Wenceslao Fernández Flórez: “El hombre que compró un automóvil”