domingo, 3 de junio de 2012

Gratitud



 "En cuanto a la gratitud –pues me parece que tenemos necesidad de dar vigencia a esta palabra--, bastará un solo ejemplo que Apión relata como si él mismo lo hubiese contemplado. Un día, dice, que en Roma se brindaba al pueblo el placer del combate de numerosos animales extraños, y sobre todo de leones de inusitado tamaño, había uno entre los demás que, por su porte furioso, por la fuerza y el grosor de sus miembros y por su rugido altivo y terrible, atraía la mirada de todos los asistentes.




Uno de los esclavos que fueron ofrecidos al pueblo en este combate de animales fue un tal Androdo, de Dacia, que pertenecía a un señor romano de clase consular. El león lo vio desde lejos y primero se detuvo en seco, como si se hubiese quedado admirado; luego, se acercó muy lentamente, de una manera mansa y apacible, como para reconocerlo. Hecho esto, y seguro de lo que buscaba, empezó a golpear con la cola como lo hacen los perros que lisonjean a su amo, y a besar y lamer las manos y los muslos del pobre miserable, que estaba completamente sobrecogido de horror y fuera de sí. Cuando Androdo recobró el ánimo por la benignidad del león, y calmó su mirada para examinarlo y reconocerlo, era un placer singular ver las caricias y fiestas que se hacían el uno al otro. Como el pueblo dio gritos de alborozo, el emperador hizo llamar al esclavo para oír de él la causa de tan extraño suceso. Le relató una historia nueva y admirable.




Cuando mi amo, dijo, era procónsul en África, me vi obligado, por la crueldad y el rigor con que me trataba, al extremo de hacerme golpear todos los días, a ocultarme de él y huir. Y, para esconderme de manera segura de un personaje que poseía tanta autoridad en la provincia, me pareció que lo más rápido para mí era dirigirme a los lugares solitarios y las regiones arenosas e inhabitables del país, resuelto, si me faltaban medios para alimentarme, a encontrar alguna manera de quitarme la vida.




El sol era extremadamente intenso al mediodía y los calores insoportables, así que, al toparme con una cueva oculta e inaccesible, me lancé a su interior. Poco después apareció este león, con una pata ensangrentada y herida, quejándose y gimiendo por los dolores que sufría. Cuando llegó, tuve mucho miedo, pero él, viéndome acurrucado en un rincón de su guarida, se me acercó muy despacio ofreciéndome la pata herida y mostrándomela como para pedir ayuda. Entonces le saqué una gran astilla que tenía clavada y, un poco familiarizado con él, apretando su herida, hice salir la suciedad que se acumulaba, la sequé y limpié tan bien como pude.




Al sentirse aliviado del mal y repuesto del dolor, empezó a descansar y a dormir, con la pata todavía entre mis manos. Desde entonces, vivimos los dos juntos en esa cueva tres años enteros con los mismos alimentos. Porque, de los animales que mataba en sus cacerías, me daba los mejores pedazos, que yo ponía a calentar al sol, a falta de fuego, y me comía.




A la larga, aburrido de esa vida brutal y salvaje, un día al ir el león a hacer su caza habitual, me marché, y, a los tres días, me sorprendieron los soldados, que me llevaron de África a esta ciudad, a mi amo, el cual me condenó de inmediato a muerte y a ser arrojado a los animales. Pues bien, por lo que veo, al león le capturaron también poco después, y ahora me ha querido recompensar por el beneficio y la curación que le procuré.

 
 


Ésta es la historia que Androdo contó al emperador, que hizo también oír de mano en mano al pueblo. Por ello, a requerimiento de todos, fue puesto en libertad y absuelto de la condena, y por mandato del pueblo se le regaló el león. Vimos después, dice Apión, cómo Androdo, que llevaba el león con un pequeño lazo, se paseaba por las tabernas de Roma y recibía el dinero que le daban, y cómo el león se dejaba cubrir con las flores que le lanzaban, y cómo todo el mundo decía, cuando los encontraba: “Aquí tenemos al león que hospedó al hombre, y al hombre que curó al león”.




Michel de Montaigne : “Los ensayos.”